La memoria incómoda
No sin polémica, tanto la literatura como el cine han reflejado y a la vez influido en la interpretación de los hechos y las secuelas del terrorismo ‘político’ en Europa occidental
La declaración del cese definitivo de la actividad armada por ETA selló el final de un ciclo violento que había afectado a varios países de la Europa occidental desde hacía medio siglo. Llegó entonces el momento de enfrentarse a ese pasado con los instrumentos propios de las políticas de la memoria. Las estrategias discursivas que legitiman el presente a través de un discurso memorial tienen un reflejo bastante fiel en la producción literaria y cinematográfica. En Italia la izquierda intelectual, prisionera del síndrome de la resistencia antifascista, mantuvo una postura ambigua que osciló entre la acusación a las Brigadas Rojas de ser provocadores manejados por las “fuerzas reaccionarias” y la condena puramente táctica, que entendía que su acción hacía el juego al “capital monopolista internacional”. De ahí la equidistancia de autores como Alberto Moravia, que asumieron el lema del grupo izquierdista Lotta Continua: “Ni con el Estado ni con las Brigadas Rojas”. En obras como Morte accidentale di un anarchico (1970) de Dario Fo, Il contesto (1971) de Leonardo Sciascia (adaptada al cine por Francesco Rosi en 1976 con el título Cadaveri eccellenti), Caro Michele (1973) de Natalia Ginzburg o La vita interiore (1978) de Alberto Moravia, el interés se concentró en las masacres de la extrema derecha y en los puntos oscuros de la “estrategia de la tensión”. La fractura entre intelectuales e instituciones se plasmó en el silencio de los primeros ante el secuestro y asesinato de Aldo Moro en marzo-mayo de 1978. El juicio predominantemente negativo de la violencia política arrancó precisamente de este suceso e inspiró obras cinematográficas como Il caso Moro (1987) de Giuseppe Ferrara, basada en el libro I giorni dell’ira (1982) de Robert Katz, o Buongiorno, notte (2003) de Marco Bellocchio, que interpreta libremente el libro Il prigioniero (1988) de la exbrigadista Anna Laura Braghetti. En Italia la izquierda intelectual, prisionera del síndrome de la resistencia antifascista, mantuvo una postura ambigua o equidistante frente al terrorismo de las Brigadas RojasEn Alemania, casi cuarenta años después del Deutsche Herbst —la serie de secuestros y asesinatos de septiembre-octubre de 1977 entre la Fracción del Ejército Rojo y el Estado—, siguen confrontándose memorias polémicas. El vacío de creación literaria entre 1978 y 1988 fue compensado por una temprana producción cinematográfica, entre la que destacaron El honor perdido de Katharina Blum (1975), adaptación realizada por Volker Schlöendorff del libro de Heinrich Böll sobre los abusos de la prensa sensacionalista; el filme colectivo Deutschland im Herbst (1978), sobre los sucesos del año anterior, y sobre todo Die Bleierne Zeit (1981) de Margarethe von Trotta, que se inspiró en las hermanas Christiane y Gudrun Ensslin como arquetipos de los caminos —ilegalismo o militancia en movimientos alternativos— tomados por muchos izquierdistas alemanes tras las protestas post 68. En 1985, el libro de Stefan Aust, Baader-Meinhof-Komplex, adaptado a la gran pantalla por Uli Edel en 2008, se convirtió en el mayor best-seller de no ficción en Alemania desde la posguerra, y en la referencia para un buen número de novelas que acuñaron el canon de la lucha armada como mito y tragedia de una generación. Entre 1997 y 2007 se consolidó una visión retrospectiva más equilibrada, donde víctimas y verdugos estuvieron presentes en la televisión y los libros. Un buen ejemplo fue la serie televisiva Todesspiel (1997). El interés por la banda Baader-Meinhof se incrementó tras la formación en 1998 de un gobierno de coalición socialdemócrata-verde que dio acceso al poder a la “generación del 68”. De este modo, el recuerdo de los “años de plomo” se fue incorporando a un imaginario nacional más seguro de sí mismo tras la reunificación de 1989-1990.En Irlanda del Norte, el proceso de paz no ha resuelto el antagonismo entre las comunidades católica y protestante, aunque ahora se puede escuchar mejor a quienes proponen versiones menos maniqueas del conflicto. Las narrativas del unionismo y el republicanismo existían antes de las confrontaciones iniciadas en octubre de 1968. La literatura nacionalista tradicional, que ponía el acento en la relación colonial con Inglaterra, ya fue puesta en cuestión en los años treinta, pero fue revitalizada por los escritores neomarxistas en los años sesenta. Sin embargo, el revisionismo fue ganando espacios en la historiografía irlandesa desde los años setenta, cuando se cuestionó el carácter puramente opresivo de la relación anglo-irlandesa. La literatura nacionalista estuvo dominada durante largos años por la poética del enfrentamiento heredera de Patrick Pearse, que aún tiene un amplio eco en la Irish rebel music, y ha inspirado canciones de autores y grupos tan diversos como Sinéad O’Connor, Phil Collins, U2, John Lennon, Paul McCartney o The Police. En los años setenta era fácil encontrar literatura comprometida como la Troubles trash, un subgénero pop que se aprovechaba de la fascinación que ejercía la violencia política sobre la juventud.
En Irlanda del Norte, el proceso de paz no ha resuelto el antagonismo entre las comunidades católica y protestante, aunque ahora se puede escuchar mejor a quienes proponen versiones menos maniqueas del conflictoCon el alto el fuego de 1994 y los Acuerdos de Viernes Santo de 1998, se inició el camino del renacimiento político y social. Los escritores nacidos después de los sucesos de 1969, que no tenían vivencia directa de los prolegómenos del conflicto, se sintieron impulsados a interrogar la nueva realidad más allá de los estereotipos sectarios, y emplearon la novela antes que la poesía como vehículo de este nuevo acercamiento. El cine siguió una senda ambivalente: la implicación de la administración Clinton en el proceso negociador permitió el rodaje de varios thrillers en Gran Bretaña y Hollywood, donde los miembros del IRA eran presentados como villanos o antihéroes. El best-seller de Tom Clancy Patriot Games (Philip Noyce, 1992) narra una improbable venganza personal de un activista norirlandés contra la familia de un exagente de la CIA; The Crying Game (Neil Jordan, 1992) describe las secuelas del secuestro de un soldado británico, y en The Devil’s Own (Alan J. Pakula, 1997) un traficante de armas del IRA —un inverosímil Brad Pitt— se hospeda de incógnito en el hogar de un policía neoyorkino de origen irlandés (Harrison Ford). El cine británico pasó de la exaltación de las víctimas de los abusos estatales en In the Name of the Father (Jim Sheridan, 1993, sobre el caso de los “Cuatro de Guildford”) y Some Mothers Son (Terry George, 1996, sobre la huelga de hambre de Bobby Sands), a la apuesta por el perdón y la pacificación en The Boxer (Jim Sheridan, 1997). A pesar de los intentos de difundir un discurso consensual del conflicto, aún se siguen afrontando el excepcionalismo norirlandés como base de la comunidad imaginada y un unionismo que utiliza mitos imperiales para denigrar lo irlandés como estrecho de miras. Las discrepancias parecen insalvables: al analizar las audiencias de la Comisión Opsahl (1990-1992) que trató de interpretar el conflicto desde la perspectiva de las víctimas, la historiadora Marianne Elliott observa que emergían elementos identitarios difícilmente compatibles: la centralidad de la religión en los católicos, y la historia, el lenguaje y la cultura en los protestantes.En España, el “combate por la memoria” de la violencia en el País Vasco está en plena efervescencia, condicionando la creación literaria y cinematográfica. La polémica desatada por la película La pelota vasca (Julio Medem, 2003) fue un buen ejemplo de lo lejos que se está de la elaboración de un relato consensual cuando lo que se debate es la ilegitimidad de la violencia política en cualquier circunstancia.
Eduardo González Calleja es profesor de Historia Contemporánea
en la Universidad Carlos III de Madrid.
Traidores
A propósito de su cortometraje Síntomas (2014), el bilbaíno Jon Viar apuntaba la idea de un cine comprometido, alejado de la equidistancia: “Hay que hacer relatos donde no se diluya la responsabilidad de los criminales”. Ahora anda ocupado en la realización de un proyecto documental, titulado Traidores, donde contará la historia de su padre Iñaki Viar y de otros “jóvenes que quedaron marcados por tener escritas unas líneas equivocadas en su biografía”: Jon Juaristi, Mikel Azurmendi, Teo Uriarte, Ander Landaburu, Javier Elorrieta o Mario Onaindía. Apoyado por la Fundación Memorial Víctimas del Terrorismo, el cineasta busca financiación a través de una plataforma de mecenazgo: http://www.whiteleafproducciones.com/mecenazgo-traidores.