Una novela infinita
El bosque infinito
Annie Proulx
Trad. Carlos Milla Soler
Tusquets
838 páginas | 23,90 euros
Este es un novelón en toda la extensión del término. Una novela río pero de las amazónicas, con un despliegue de sagas familiares y personajes que arrancan en 1693 y llegan hasta nuestros días. Desde Cien años de soledad no había leído una novela poderosa en su descripción del paso del tiempo y las generaciones en relación con su entorno geográfico. La diferencia es que aquí el realismo no es mágico sino estremecedor. Este es el relato de un genocidio: el de millones de árboles en el norte de América en ese furor por lo que Trepagny, un colono con ínfulas de gran señor, denomina “desboscar”.
Cuando llegan a América Charles Duquet y René Sel huyendo de una Francia miserable, las cosas no son como habían pensado. Nueva Francia
—la actual Canadá— es un territorio gélido y el recibimiento que les hacen aún lo es más. En Wobik son escogidos por los colonos como si fueran esclavos. De hecho, lo son. La primera mala noticia es que durante tres años han de trabajar gratuitamente para su señor antes de tener derecho a que se les concedan terrenos propios. La segunda mala noticia es que el amo que les toca en suerte, monsieur Trepagny, tiene su asentamiento bosque adentro.
El relato de ese trayecto de dos jornadas a través del bosque es uno de esos momentos en que entiendes para qué sirve la literatura. Nunca podremos volver a cruzar esos bosques primigenios de los que no se conocía el final, pero Annie Proulx nos concede el privilegio místico de penetrar en ese santuario perdido. Eso sí, lo cruzamos en condiciones más confortables que las de los personajes, que sufren temperaturas bajo cero, el acoso de las moscas negras o nubes de mosquitos infernales. Trepagny es un hombre de orden, les dice que “los hombres antiguamente vivían como bestias. Estamos aquí para desboscar, para someter este paisaje agreste y malévolo”. Para monsieur Trepagny “ser un hombre es desboscar. No veo los árboles, veo las coles”. En pos de ese sueño, el bosque empezó a sufrir su mayor pesadilla. Ningún cataclismo, plaga o incendio es tan devastador para ese pulmón del planeta como los hombres empeñados en decapitar árboles.
Duquet acabará escapándose a la tiranía de Trepagny, pero René Sel, más conformista, se aplicará a la tarea de la tala febril que marca su amo. Mari, la india mi’kmaq a la que Trepagny tiene sometida, lo mira todo con un silencio sarcástico. “Para Mari el bosque era un organismo vivo, dotado de la misma vitalidad que los ríos, rebosante de dones en forma de medicinas, alimentos, cobijo, materia prima para las herramientas. Uno vivía en armonía con el bosque y mostraba su agradecimiento”.
Veremos el auge y caída de Trepagny; a René Sel, que inaugura una nueva estirpe de sangre mestiza; las aventuras de trampero y hombre de negocios de Duquet, y sus descendientes, que van viendo avanzar los siglos y el claro del bosque, eso que llamamos progreso. La novela es de una minuciosidad agotadora y deslumbrante en todos los detalles, caudalosa pero siempre ligera en su relato lleno de fuerza. Nos lleva hasta la actualidad, en la que unos descendientes de la estirpe de los Sel, estudiantes con conciencia medioambiental, bienintencionados pero algo ingenuos, contactan con otra Sel que también lleva sangre mi’kmaq como ellos y está metida en cuerpo y alma en un proyecto que los fascina: repoblar las zonas más devastadas del planeta. Sin lirismo de pega, sin azúcares añadidos ni sermones moralizantes, esta novela es uno de los cantos a la conservación de la naturaleza más emotivos y rotundos que se han escrito nunca.