El narrador en su laberinto
El laberinto de los espíritus
Carlos Ruiz Zafón
Planeta
928 páginas | 23,90 euros
Ocurrió hace 15 años: Carlos Ruiz Zafón detuvo el tiempo en su despacho de Los Ángeles y puso la primera piedra (La sombra del viento) de esa catedral de palabras que sería la saga El cementerio de los libros olvidados, rematada con las 928 páginas de El laberinto de los espíritus. Aquella primera aparición de Daniel Sempere inició la construcción de un puzle titánico de intriga, misterio y amor por el engranaje literario en una Barcelona gótica que presume de ser un personaje más.
Como si de una historia de puertas cerradas a cal y llanto se tratara, la novela de Carlos Ruiz Zafón arranca con ecos de la Rebecca de Daphne du Maurier: “Aquella noche soñé que regresaba al Cementerio de los Libros Olvidados”. Sueños. Memoria. Culpa. Tres caminos abiertos a una exploración narrativa que nace de un hecho fúnebre: “Los recuerdos que uno entierra en el silencio son los que nunca dejan de perseguirle”. Y, por si hubiera alguna duda, más deudas atrapadas en el tiempo con ecos de García Márquez (y sus historias cruzadas): “Mucho tiempo después, el recuerdo de aquella noche habría de volver a mi memoria…” Como cierre definitivo de su saga de estocada y fuga, Ruiz Zafón no duda en emplear todo tipo de herramientas y estilos de construcción. Hablamos de una “catedral hecha de libros” en la que se bendice la audacia, el no conformarse con menos. “El autoengaño es el secreto de toda empresa imposible”, se sentencia en la novela, pero no parece su autor alguien que se arriesgue a mentirse cuando se trata de aceptar desafíos. Su caso es más bien el de una Alicia en el País de las Maravillas (citada también con franqueza) a quien le gusta “caerse por un agujero”. Y en esa caída toca toparse con todo tipo de personajes e historias marcadas a juego lento por el destino, que “siempre está a la vuelta de la esquina”. Ruiz Zafón mezcla como un torrente tiempos y géneros, voces y silencios, verdades a medias y medidas mentiras. Equilibrista nato, sabe que una leyenda es una mentira pergeñada para explicar una verdad universal y su acción se encapricha de lo legendario. Se permite travesuras (como convertir al periodista Sergio Vila-Sanjuán en “Sergio Vilajuana”, al que su hijo Nicolás pregunta “¿qué es la verdad?”, enorme cuestión) y, como narrador atrapado en su propio laberinto, se adentra en aquella Barcelona embrujada de libros, recuerdos y secretos con un brindis por las almas solitarias y las cosas que solo pueden verse entre tinieblas.
De paso, va dejando rastros de su propio concepto de la escritura: esa conversación entre el narrador y el lector. Si escribir es reescribir en el código Zafón, su novela es un ejercicio de reescritura permanente, llevando al extremo su condición de ingeniero del lenguaje que al tiempo juega a la arquitectura con la narración, pinta con las texturas, fotografía las imágenes vívidas de muchas escenas y lugares y compone música para una orquesta afín de palabras. Escribir es un oficio que se aprende, pero que nadie puede enseñar, defiende el personaje de Julián Carax, y Ruiz Zafón lo ha aprendido leyendo mucho y reescribiendo sus historias como laberintos infinitos que nos develan la verdad invisible sobre nosotros mismos. Si cada libro tiene alma, el alma de quien lo escribió y la de quienes lo leyeron, vivieron y soñaron, este autor, que pertenece a la estirpe de quienes piensan que escribir es cosa de optimistas, se divierte y nos divierte (inquietando o emocionando cuando hace falta) con una precisa trama caleidoscópica donde villanos y héroes comparten un espejismo de perspectivas iluminadas por la sombra del viento.