Un demoníaco cuento de hadas
Tampoco con ocasión del centenario de su nacimiento se ha librado Elena Garro de la polémica que persigue a una autora indudablemente valiosa que decidió vivir, como en el tango, abrazada a un rencor, en buena parte responsable de que sea imposible referirse a su figura sin mencionar la de su antiguo marido y siempre enemigo Octavio Paz, contra quien según afirmó ella misma vivió y escribió toda su obra. La retirada de la desafortunada faja que acompañaba a la reciente edición de su novela Reencuentro de personajes (1982) por la editorial Drácena, donde se definía a Garro por su relación con Paz, Bioy Casares, García Márquez y Borges, quedará en anécdota y no empequeñece la oportunidad del rescate, pero es reveladora de un cambio de sensibilidad en lo que al tratamiento de las escritoras se refiere y acaso anuncie, para el caso de la mexicana, una nueva etapa en la recepción de su formidable literatura. Etiquetas como la condición de precursora del realismo mágico o episodios oscuros como su colaboración con la policía secreta en calidad de delatora de intelectuales izquierdistas tras la matanza de Tlatelolco, que pesó como una mancha en su itinerario posterior, no hacen justicia a la singularidad de su propuesta ni pueden anular, como ocurre con otros autores nada ejemplares, el magnetismo de obras como este Reencuentro donde Garro muestra la potencia de su voz narrativa y su rareza irreductible. Caracterizada por Marta Sanz, que firma el epílogo, como un “demoníaco cuento de hadas”, la novela se desenvuelve desde el principio en un clima onírico o pesadillesco —relacionado por aquella con ciertas atmósferas de Hitchcock o David Lynch— que sugiere una sexualidad morbosa y profundamente perturbadora, ligada al sometimiento o la indefensión de la mujer. Las peripecias de los protagonistas, Verónica y su amante Frank, remiten a las de personajes de Fitzgerald (Suave es la noche) y Waugh (Retorno a Brideshead) en un ejercicio ciertamente temerario que sin embargo funciona, si entendemos el libro como un artefacto entre surrealista y posmoderno, a la vez moralizante y extrañamente reivindicativo.
En su extremoso camino del fascismo que había abrazado en los inicios a la causa maoísta que le sedujo en las postrimerías, Curzio Malaparte fue cualquier cosa menos un demócrata y pocos escritores habrá de los que puedan citarse más opiniones oportunistas o meramente nauseabundas, pero su talento literario, que brilló especialmente en los reportajes enviados desde el frente, permiten calificarlo como uno de los grandes cronistas bélicos del siglo. Publicados por el mismo sello, Tusquets, que dio a conocer la espléndida biografía del toscano, Malaparte. Vidas y leyendas de Maurizio Serra, y tiene en su catálogo otros títulos suyos como las crónicas sobre la campaña de Rusia que conforman El Volga nace en Europa o el menos interesante Diario de un extranjero en París, los inéditos reunidos en Baile en el Kremlin toman su título del borrador inconcluso de novela real en la que el autor, según sus palabras, se propuso trazar un “fiel retrato de la nobleza marxista de la Unión Soviética, de la haute société comunista de Moscú” hacia el comienzo de la década de los treinta, sin velar sus nombres ni ocultar sus fechorías o lo que desde la perspectiva de la posguerra percibe, presumiendo de visionario, como una decadencia anticipada. Siempre pintoresco y arbitrario en sus apreciaciones, Malaparte puede resultar involuntariamente cómico cuando se aplica a juzgar el rumbo de la Historia, pero no cabe negarle la osadía ni el valor de denunciar, aun en clave de farsa, la mascarada de un régimen que muchos contemporáneos seguían considerando modélico. A menudo son los personajes más estrambóticos los que ven cosas que los más cautos o supuestamente sensatos callan por una mezcla de credulidad, conveniencia y cobardía.
A propósito de los excesos de las interpretaciones condicionadas por la biografía, no debe pasarse por alto que hay autores que hasta cierto punto las han propiciado al consignar un registro minucioso de su vida que una vez conocido es difícil disociar de los frutos en teoría indpendientes de la imaginación creadora. Ocurre con Alejandra Pizarnik, cuyos lectores nos sentimos obligados a precisar que no es su suicidio ni su conversión en icono del malditismo lo que nos atrae de una obra donde el lenguaje alcanza cotas muy altas de intensidad, aunque tampoco podemos dejar de tener presentes muchas estremecedoras páginas de sus Diarios. De nuevo disponible en Lumen, que ha publicado la edición aumentada de los mismos y la de las prosas reunidas, sin que queden siempre claras las distinciones entre los géneros, la Poesía completa de Pizarnik —al cuidado de Ana Becciú, la poeta y traductora responsable de la ordenación de su legado— añadió un buen número de poemas no recogidos en volumen que forman ya parte de una trayectoria abierta por La tierra más ajena (1955) y culminada en El infierno musical (1971), su última entrega publicada en vida. Un imaginario irracionalista —de inspiración francesa, desde Rimbaud y Lautréamont a los Breton y compañía: la “tradición de la ruptura”— que no se opone a visiones muy precisas, el poder de sugerencia o la admirable capacidad de síntesis distinguen una poesía que combina la densidad y la transparencia para apresar una realidad doliente, agónica, donde apenas quedan otros refugios que la trasmutación alquímica de la experiencia —verdadera razón de vida— o el recurso a una sensualidad desesperada.
Después de la publicación de las dos últimas novelas inéditas de Pío Baroja, Miserias de la guerra (2006) y Los caprichos de la suerte (2013), que completaron la trilogía Las saturnales —dedicada a la Guerra Civil, conocida por el narrador sólo de oídas— y fueron acogidas con más curiosidad que entusiasmo por sus fieles, casi se agradece volver a títulos ya clásicos como los reunidos en la tetralogía Tierra vasca, publicados por primera vez en un solo volumen de Espasa que recoge las tres entregas originales —La casa de Aizgorri (1900), El mayorazgo de Labraz (1903) y Zalacaín el aventurero (1908)— a las que más tarde se incorporó La leyenda de Jaun de Alzate (1922). En particular esta última, novela dramática considerada como una de las obras más logradas y originales de Baroja, cifra una visión moderadamente melancólica que apreciaba la naturaleza, el folklore y las tradiciones autóctonas, pero se situaba muy lejos de las ensoñaciones bizkaitarras con las que polemizó abiertamente. Refractario al catolicismo integrista de los devotos sabinianos y en general a las causas colectivas —de ahí su inveterada predilección por los aventureros solitarios— o a los dogmas de cualquier especie, Baroja era demasiado descreído y demasiado individualista para dejarse tentar por el llamado de la patria. En una frase que se ha hecho justamente célebre, citada entre otros por José-Carlos Mainer, especuló el novelista vasco con una especie de utopía liberal que haría de “la zona del Bidasoa, española y francesa, un pequeño país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros”.
La dignidad, se diría, en sentido estricto, resulta incompatible con la grandilocuencia, y por eso chocan los testimonios que invocan la primera cuando se adornan más de la cuenta. Hay muchas otras palabras, como coraje, humanidad o compromiso genuino, que podrían servir para resumir la increíble trayectoria de Mercedes Núñez Targa, pero lo mejor es leer directamente las páginas donde ella misma cuenta su vivencia y la de quienes compartieron con ella su doble cautiverio. El valor de la memoria (Renacimiento) reúne los dos textos donde la militante comunista, secretaria catalana de Pablo Neruda durante su consulado en la Barcelona de la República, narra sus años como prisionera de los franquistas y —tras lograr huir a Francia e integrarse en las filas de la Resistencia— asimismo de los nazis, que la torturaron y deportaron al campo de Ravensbrück donde se libraría por muy poco de ser ajusticiada. Como señala Elvira Lindo en su emocionado prólogo a la edición, introducida por Mirta Núñez Díaz-Balart y complementada con abundante información en varios apéndices, Cárcel de Ventas (1967) y Destinada al crematorio (1980) sorprenden no sólo por su condición de documentos excepcionales, sino también por la exactitud, la llaneza y el “oído prodigioso” con los que esta mujer extraordinaria conservó para la posteridad sus recuerdos del infierno. “No se trata de hacer obra literaria —escribió al frente del segundo de ellos—, sino de decir la verdad”.