Palabras e ideas
Muchos oficios precisan de virtudes asociadas a las habilidades expresivas, pero en pocos como el de la política desempeña el lenguaje un protagonismo —no en vano a las asambleas se les llama parlamentos— tan visible y decisivo a la hora de juzgar el talento de quienes lo ejercen, evaluados también por su capacidad para argumentar, persuadir o hacer pedagogía. Viene de antiguo la decadencia de la oratoria, que en la actualidad se ha hecho más acusada por la incompatibilidad de los largos periodos con la velocidad o la exigencia de brevedad de la comunicación contemporánea. En todo caso siempre será un arte el que enlaza en la disertación las palabras con las ideas.
Pueden haber cambiado, como señala Amelia Valcárcel, los modos de liderazgo y los requisitos para proyectar una imagen favorable —o no especialmente negativa— en la opinión pública, que se guía ya no tanto por el impacto directo en la audiencia como por la percepción de los medios. Frente al histrionismo de los dirigentes totalitarios, los políticos democráticos buscan el perfil bajo y obtienen más réditos de la negociación alejada de los focos o de una adhesión que no precisa para movilizarse de los discursos exaltados. Para Francesc de Carreras, entrevistado por Sergio Vila-Sanjuán, en la edad de las tertulias mediáticas y las redes sociales, donde se imponen los eslóganes y los mensajes simplificados, los principios de la retórica clásica o en general las argumentaciones elaboradas no tienen ya la eficacia de antaño y son más bien percibidas como obstáculos. Como ocurrió en los años del franquismo o durante la Transición, la ideología de cada época se refleja en los propios términos, del mismo modo que ahora cuando se habla —no siempre con rigor ni desde luego inocentemente, con acuñaciones o frases estereotipadas que a veces logran imponer conceptos— de casta, hegemonía, soberanismo, derecho a decidir, relato o memoria histórica.
Sumado al atuendo informal y las maneras desinhibidas, el lenguaje de la llamada nueva política, que apuesta por la democracia directa y parece desconfiar de la representativa, es analizado por David Gistau que resalta su carácter coloquial, trufado de referencias populares o televisivas —el medio donde se ha probado, antes de llegar al Congreso— y su voluntad provocadora, un registro muy alejado de la solemnidad que al tiempo que escandaliza a los diputados más convencionales ha logrado conectar con ciudadanos hasta ahora ajenos a la actividad parlamentaria. De la agresividad de ese discurso, que convierte a los adversarios en enemigos, escribe Ignacio Camacho, refiriéndose a los populismos de cualquier signo a los que define no por su doctrina, sino por la estrategia de demonización que siguen sus impulsores. Apoyada en las facilidades que ofrece internet para la difusión de la violencia dialéctica, la retórica del odio no es exclusiva de la política —se extiende a la cultura, el entretenimiento o el espectáculo— y crece en un terreno abonado por la frustración o los fracasos ciertos de los modelos tradicionales.
En los volúmenes de una biblioteca pública dice Raúl del Pozo haber aprendido, cuando estudiante, la verdadera dimensión de la vida. No piensa el veterano cronista que la lectura en soporte electrónico, aunque amenace el modelo de producción vinculado al libro impreso, sea una experiencia distinta. Vivimos tiempos de crisis y cambios vertiginosos, pero nada bueno se perderá mientras tengamos al alcance de la mano “todo el saber, toda la fábula”, mientras haya escritores y lectores y bibliotecas abiertas.