El discurso del odio
La creación de un enemigo mediante un lenguaje inflamado de emocionalidad resentida es crucial en la expansión de la retórica populista
El populismo no es una ideología, ni siquiera una doctrina, sino una estrategia. En gran medida, una herramienta de comunicación política. El discurso populista, y su variante nacionalista, levantan primero un diagnóstico falso al que aplican soluciones por lo general inviables, y basan su propuesta en la construcción de dos sujetos políticos que conforman un eje bipolar entre el bien y el mal. El primer y fundamental sujeto es el pueblo, la nación, la “gente”: un colectivo transversal y heterogéneo que representa el polo positivo. Frente a él, la dialéctica exige construir un enemigo. El elegido por los populismos de izquierda y de derecha (en este último junto a los inmigrantes) es la clase dirigente, las élites económicas, políticas y sociales: la “casta”, un término de acuñación italiana que ha hecho fortuna en España.En torno a esa contraposición elemental —los de arriba contra los de abajo o los de dentro contra los de fuera, para crear un marco mental hegemónico de mayoría contra minoría— discurre una retórica de agitación que utiliza un elemento esencial para aglutinar voluntades: el odio. No hay populismo sin la creación de una corriente de animadversión o encono que anime al electorado —las viejas masas del lenguaje leninista— a convertir su voto en una descarga de rabia. El voto como instrumento de revancha, como piedra de papel lanzada contra el escaparate del sistema.
El inquietante éxito de la demagogia tribunera cabalga en el debate público contemporáneo a lomos de una justa —y en todo caso lógica— irritación contra los fracasos, la ineficacia y el colapso del sistemaPero el lenguaje político, incluso desde la intención subversiva con que lo utilizan los líderes populistas, está sujeto a ciertas convenciones que embridan su carga de resentimiento. También el de la televisión, la gran plataforma comunicativa de la política moderna. Para eludirlas, el populismo recurre a las redes sociales, que se mueven en una esfera de impunidad legal y moral en la que, como ha demostrado la campaña presidencial de Donald Trump, es posible proferir insultos o difamaciones y divulgar bulos sin mayores costes de responsabilidad. También, si se tercia, ejecutar contra el adversario linchamientos reputacionales. El señalamiento, acoso o escrache, una palabra de importación latinoamericana, adquiere en el ámbito de las ciber-redes una importancia fundamental: la técnica intimidatoria de las patotas peronistas aplicada al universo virtual para presionar al contrincante.El fenómeno de la violencia dialéctica en internet es crucial en la expansión del discurso populista. La dureza del lenguaje de la nueva política en el debate convencional representa solo la punta de un sumergido iceberg de antagonismo que se propaga, como el resto de la propaganda contra el sujeto enemigo, no a través de la opinión publicada sino de la opinión compartida. Las expresiones de odio, instaladas en las redes como parte casi intrínseca del desahogo social, se han extendido a ámbitos cotidianos de discusión —el fútbol, los toros, el cine— en diatribas generales que revelan un intenso grado de hostilidad, un inflamado encono pendenciero, una fragorosa pasión por el ajuste dialéctico de cuentas.
Sería por ello injusto atribuir en exclusiva a la eclosión del populismo esta especie de democratización del dicterio, que en realidad viene derivada de la propia extensividad de la opinión que han propiciado las nuevas tecnologías. De lo que sí se trata es de un campo abonado para la posverdad, concepto en boga que define la superioridad de las emociones frente a la razón o las evidencias en la política contemporánea. Y ahí radica el inquietante éxito de la demagogia tribunera que cabalga en el debate público contemporáneo a lomos de una justa —y en todo caso lógica— irritación contra los fracasos, la ineficacia y el colapso del sistema.