El tuteo parlamentario
Curtido en las tertulias televisivas, el lenguaje de la llamada nueva política elude las referencias cultas y se caracteriza por una mezcla de agresividad y desenfado
El otro día, durante una de las numerosas sesiones de investidura albergadas por el Parlamento en el último año, me sobrevino un recuerdo casi entrañable. Me acordé de cuando el entonces ministro de Industria, Miguel Sebastián, provocó una polémica bárbara al sugerir que, para dosificar el aire acondicionado, los diputados podrían prescindir de la corbata durante el verano. Caramba, me dije. No hace tanto tiempo, apenas un par de legislaturas, este Parlamento aún era capaz de conmocionarse en términos protocolarios si a un diputado se le ocurría aflojarse la corbata. Los ujieres aún fulminaban con la mirada a los periodistas que ingresaran en el corredor que circunda el Hemiciclo vestidos con un pantalón corto y chancletas. Miguel Sebastián comenzó aquel verano a acudir al congreso descorbatado. Su gesto, iconoclasta, audaz, insurgente, lo convirtió en un enfant terrible indumentario ante cuyo paso lloraban los bustos de los viejos próceres, los facundos oradores que decoran la parte noble del edificio como las máscaras de los antepasados y los espíritus domésticos en las casas romanas.Con el advenimiento de Podemos, en el Parlamento irrumpió una nueva hornada de diputados que dejó bastante superado el debate de la corbata. ¡La gente! Rastas, camisetas, ponchos, desaliños calculados, estratégicos: desaliños con mensaje, como urdidos por un estilista ideológico. Nunca vi a tantos policías desconcertados por el aspecto de un diputado al que le pedían la identificación para cerciorarse de que lo era antes de franquearle el paso. Semejante relajación protocolaria fue entendida, por unos, como la homologación del Parlamento con la calle después de muchos años de encapsulamiento durante los cuales desarrolló hasta un metalenguaje propio: técnico y estéril. Para otros, significaba la decadencia representativa, la relajación de ciertas exigencias relacionadas con la excelencia que aludían lo mismo al vestuario que a la gramática. Los próceres del pasado observaban y demandaban. Pero los chicos en vaqueros venían precisamente a romper con ellos y a fundar, no ya un régimen nuevo, sino incluso una nueva actitud parlamentaria indistinguible de cualquier tremolar asambleario en un campus. Contemplado desde la altura de la tribuna de prensa, allí donde los impactos de bala de los guardias de Tejero parecen proponer el juego de obtener un dibujo mediante la unión de puntos distantes, el Hemiciclo simulaba haber sido ocupado en una jornada de puertas abiertas por los asistentes a un festival de música indie que dejaban sus chaquetas en los respaldos de las butacas hasta dar una impresión de ropa tendida a secar. La mitad del Hemiciclo, es justo decir. El otro medio se aferraba al clasicismo monocromático y encorbatado, como si de alguna forma sus chaquetas fueran el “pelotón de Spengler” al que hubieran encomendado salvar la civilización parlamentaria de un arrebato hippie. También en los aspectos se libraba la batalla entre “lo nuevo y lo viejo”. La portación de corbata se convirtió de pronto en una proclama constitucionalista.
Los chicos en vaqueros venían precisamente a romper con los próceres del pasado y a fundar, no ya un régimen nuevo, sino incluso una nueva actitud parlamentaria indistinguible de cualquier tremolar asambleario en un campusCon las nuevas pintas entró también el nuevo lenguaje. Coloquial, urbano, trufado de referencias populares y televisivas menos exigentes en lo que se refiere al supuesto acervo cultural del orador. Los debates comenzaron a ser comprensibles para una generación educada por las series de televisión y los monologuistas modernetes, por el twitter. De repente, los oradores no citaban a Castelar o a Churchill, sino a los personajes de Juego de tronos. Lo cual establecía, para la nueva política, una conexión extraordinaria con aquella clientela suya que nunca antes en su vida se había sentado delante del televisor para seguir un debate parlamentario, pero que ahora lo hacía porque entendía lo que se decía, porque le hablaban como habla ella, y porque además aquello era un show divertidísimo y absolutamente contrario al cliché parlamentario de los adustos oradores fundacionales como Calvo Sotelo. En el Parlamento entró hasta el tuteo, el macho y bravo tuteo revolucionario que en España empleó la Falange para proceder a la igualación de los camaradas idénticos ante el deber y la lucha. El tuteo como abolición de la jerarquía social que por otra parte ya se hizo habitual en esta sociedad en la que se tutea en el comercio para impostar cercanía y amistad: como si uno necesitara sentirse amigo de la persona que le sirve un café o que le despacha unos calcetines o un pasaje de avión.En algún sentido, es cierto que la irrupción de esta parla “de baja estofa” resucitó el Parlamento. Durante la legislatura de la mayoría absoluta del PP, el Parlamento quedó vacío de contenido mientras que los platós de televisión se convirtieron en el ágora de los personajes políticos emergentes. En el Parlamento se susurraba apenas un protolenguaje ignífugo, de secretarios técnicos y contables, apenas roto a veces por hirsutos representantes de la izquierda agro como Cayo Lara. Pero aquello estaba muerto y diluido en una retórica huera que era como ver crecer la hierba en una película de Rohmer. Por el contrario, las televisiones restallaban de vida y nervio con los debates de los futuros diputados que exigían que el Parlamento se acompasara cuanto antes con los nuevos protagonismos sociales. Las apariciones de los oradores de Ciudadanos eran en ese sentido menos traumáticas: una renovación soft, hecha desde intramuros, que en realidad se presentaba como el siguiente eslabón evolutivo de unos usos parlamentarios que no iban a ser destruidos. En cambio, sí se notaba en ellos, salvo excepciones como Girauta, un ademán liviano de personas a las que no les pesa lectura alguna pero que se han dado cuenta de que ello no importa porque el público potencial de la nueva política aborrece los cultismos por parecerles aristocráticos: hasta escribir sin faltas de ortografía lo convierte a uno en sospechoso de colegio de pago. Por eso Iglesias, que sí tiene lecturas, las oculta cuando lo considera necesario y arma su discurso con referencias extraídas de la televisión, de las series, que son el corral de comedias contemporáneo al que accede cualquiera.
La entrada en los platós de Iglesias y sus “jóvenes turcos” sí fue un estallido renovador y pendenciero que prefiguraba lo que luego sería la nueva política parlamentaria, los nuevos estilos de debate. Frases sintéticas y agresivas, concebidas para percutir. Frases tuit, frases puñetazo. En los debates actuales, así como en los que comenzarán con la nueva legislatura, podremos asistir a un maravilloso encuentro entre dos antagonistas, Rajoy e Iglesias, que representan cada uno un tiempo diferente, un distinto modo de hablar, de vestir y de ser parlamentario. El colegui de twitter contra un señor de provincias tan ahormado a los sonidos antiguos que aún dice cosas como “bálsamo de Fierabrás”. Las primeras escaramuzas nos han dejado una impresión imprevista, más allá del morbo del enfrentamiento: esas dos acepciones parlamentarias supuestamente tan remotas en realidad se gustan la una a la otra y lo pasan bien debatiendo. Como en un encuentro generacional de personas que, al descubrirse, se humanizan mutuamente. No en vano, la agresividad mayor de Iglesias es siempre contra aquellos que, como Rivera, son contemporáneos suyos y por tanto pueden reñirle la patente de lo nuevo. Contra esos es despiadado, como si quisiera mear, para apropiárselo, un territorio que no corresponde al hábitat de Rajoy.