Lo bello y lo triste
La noche y yo
Juan Carlos Méndez Guédez
Páginas de espuma
160 páginas | 14 euros
Tres relatos: “Un círculo para Ainhoa”, “Xibanya” y “La noche y yo”. Tres historias cargadas de resonancias magnéticas: qué bien diagnostican lo que les pasa y les pesa a sus protagonistas. La primera, por ejemplo, es una narración lunática y lunar. El asunto va de círculos. Del círculo venimos. Al círculo volveremos. Una voz extraña en los remolinos urbanos de Caracas. El personaje se las trae. Por eso la gente le mira: una gorra de béisbol, una bufanda verde, unas botas mexicanas y un kimono. Por separado son prendas inofensivas. Juntas son perturbadoras. Como la prosa de Méndez Guédez, que te va inoculando virus sin que te des cuenta: inquietud, curiosidad, asombro, impaciencia por saber dónde y cómo acaban sus paseos por lo bello y lo triste. Su personaje avanza a pie por una ciudad salvaje en busca de una mujer en fuga. Huyó por miedo. Al autor no le da la gana ser previsible, por eso en cada párrafo puede habitar un veneno y su antídoto: “Cada horror contiene el detalle que lo atenúa”. Quizás haya rastros cortazarianos en ese juego de lunas como espejos en los que se reflejan realidades agridulces: “El amor es un inmenso peso en la mirada que termina por destruir”. Por el camino también hay recodos por los que pasó antes un Lewis Carroll, por ejemplo, con encuentros que te acercan a vendedores de dulces de coco con los que intercambiar restos de amargura.
Mientras el personaje de Ainhoa crece en la distancia para que la sintamos poco a poco muy cercana, aislados golpes de violencia (cor)rompen la línea narrativa con asesinatos crueles en una piscina o tiroteos que alertan sobre las zonas negras de un mundo donde las bibliotecas cobran vida, un “bloody mary” puede cortar hemorragias y el cine cuadra círculos. “Mejor lo bello que lo necesario”. Méndez Guédez podría asumir las palabras que anidan de vez en cuando en su libro: nunca brilla tanto la belleza como cuando es gratuita y no va dirigida a nadie ni pretende impresionar una mirada. Como los círculos. No lo pretende pero impresiona: su manera de contar engancha y conmueve, bella y triste a la vez como una luna atrapada dentro de una farola.
“Xibanya” arranca con un principio que es un final. Y es que “Sabino morirá en cinco segundos”. El tiempo dilatado al máximo. Un movimiento a cámara lenta en un envejecido baño donde reposan cinco libros indispensables. Un lugar ideal para repasar la vida a la velocidad pausada de una muerte vertiginosa. Evacuando recuerdos, invocaciones en una posición fecal poco elegante. Nombres de mujer. De Marta y su memoria de tuberías atascadas. Ay, la convivencia como tratado de una fontanería culpable: “Vivir juntos es la herramienta para sobrevivir al fracaso”. Hay mucha jurisprudencia íntima en esas páginas: “No saber reparar una gotera al principio puede ser una circunstancia, no aprender a hacerlo con los años parecía un desprecio”. Y luego está Marianne, que revela nuevas debilidades mientras conocemos tesoros escondidos, leyendas de piedras blancas, desagües por los que se escapa la vida a borbotones.
Y, al final de todo, el relato que da nombre al libro y cede la voz a quien mejor puede cerrar el círculo: un relato mayúsculo sin mayúsculas que empieza los párrafos con un espacio en blanco y una coma que parece aislada, una forma como otra cualquiera de cortar el paso a las convenciones narrativas y dar rienda suelta a un monólogo intrépido y locuaz, amenazador y derrotado, en cierto modo sarcástico: “Mañana me caso y no es con Arturo”. Un cuento desoladamente hermoso que habla de futuros imperfectos y pasados cubiertos de ceniza. Que convierte el “Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo” de César Vallejo en un “Me casaré en Madrid con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, menos fúnebre pero igualmente sombrío a la hora de cerrar un perfecto círculo nocturno y literario.