Leyenda de Caín
Antes de trabajar como obrero de la siderurgia, prensador de papel viejo u operario tramoyista, que fueron solo algunas de las numerosas ocupaciones manuales con las que se ganó la vida, Bohumil Hrabal fue ferroviario durante la ocupación alemana de Checoslovaquia, un periodo maldito para el país en el que el joven estudiante, feliz de verse obligado a abandonar la carrera de Derecho e ingenuamente orgulloso, como su futuro protagonista, del uniforme de botones dorados, ejerció de escribiente y mantenedor de vías en la estación de Nymburk. Reeditada por Seix Barral con una presentación de Monika Zgustova, traductora de Hrabal y autora de una excelente biografía sobre el narrador checo —Los frutos amargos del jardín de las delicias (Galaxia Gutenberg)— en la que retrataba a la persona, con la que había conversado muchas horas, y descifraba la singularidad de su mundo, Trenes rigurosamente vigilados (1965) fue la novela que dio a conocer a Hrabal fuera de los círculos vanguardistas y popularizó su figura antes de que las autoridades comunistas, tras la entrada de los tanques soviéticos en Praga, prohibieran la difusión de su obra. Construida a partir de un relato escrito a finales de los cincuenta, Leyenda de Caín, y ampliamente conocida gracias a la premiada y espléndida versión cinematográfica (1967) de su compatriota Jirí Menzel, Trenes era una novela largamente madurada pero hasta cierto punto atípica, como explica Zgustova, en el conjunto de su narrativa, alejada de sus registros más experimentales y relativamente optimista por comparación con el tono desolado, aunque siempre cómico o grotesco, que distingue a muchas de sus historias. Menos desparramado en lo formal, el libro ofrece una impagable colección de personajes con los que Hrabal —él también “tierno bárbaro”, de acuerdo con la definición que acuñó para su amigo el pintor y poeta Vladimír Boudník— describía el reverso amable de la tragedia y transformaba en oro, como dice el verso de Baudelaire, el “material bruto de la vida”.
La imagen y el nombre del fratricida bíblico, en un marco histórico condicionado por el recuerdo de la barbarie desatada durante la Segunda Guerra Mundial y su persistencia bajo otros nombres, se reflejan asimismo en la obra póstuma de Gregor von Rezzori, cuyo prestigio no ha dejado de crecer desde la temprana reivindicación de Claudio Magris. Publicada en 2001, tres años después del fallecimiento del último austro-húngaro, Caín se presentaba como continuación o coda a su monumental La muerte de mi hermano Abel (1976) y está disponible ahora, del mismo modo que su predecesora, en el catálogo de Sexto Piso. Podemos llamarlo novela, pero se trata más bien de un artefacto exento de trama propiamente dicha en el que el autor, liberado de constricciones, se disgrega en tres voces narrativas —el propio Rezzori, el también escritor Aristides Subicz y su editor Schwab— a través de las cuales muestra una visión ciertamente desesperanzada, pero a la vez combativa y muy distante del nihilismo. En otro nivel, el de la lectura en clave metaliteraria, Caín funciona como una especie de confesión más o menos encubierta y en ocasiones sorprendente, aunque el interés de estas páginas postreras se cifra no tanto en las ambiguas pistas autobiográficas, diseminadas en un planteamiento de lo más extravagante, como en la fuerza de un lenguaje definitivamente desencorsetado.
De vuelta a la Checoslovaquia del Protectorado de Heydrich y en concreto a la martirizada Praga de aquellos años, debemos a otro de los grandes escritores judíos de la tradición centroeuropea, Jirí Weil, pionero en la denuncia de los crímenes de Stalin que dejó constancia asimismo de los perpetrados por los nazis, una novela luminosa donde recrea la terrible atmósfera de la ciudad ocupada de un modo certero, compasivo y no desprovisto de ironía. Publicada por Impedimenta con un prólogo de Philip Roth, Mendelssohn en el tejado (1960) se abre con una humorada —los encargados de retirar una estatua del compositor judío la confunden con otra de Wagner debido a su nariz prominente—, pero la caricatura del odio racial va dejando paso a un vasto panorama de las atrocidades cometidas, de los dilemas a los que se enfrentaban quienes se veían obligados a colaborar con los verdugos o de los padecimientos de millares de víctimas inocentes, aludidos con esa sutileza a la que se refiere Roth para destacar una capacidad de conmover que no necesita recurrir al patetismo. El relato de Weil combina la contención y una admirable ligereza que solo se quiebra cuando la magnitud del drama impide la distancia. Pese a ello, hay también un canto a la voluntad de supervivencia que nos recuerda las palabras —citadas por Zgustova— del inefable Pepin, el tío bajito, excéntrico y deslenguado de Hrabal con las que el sobrino le rindió homenaje a modo de epitafio: “El mundo es bonito hasta la locura; no es que lo sea, pero yo lo veo así”. Ni siquiera el horror se impone a la belleza y la alegría puede ser, frente a los tristes odiadores, el arma más subversiva.