Escribo para mi tío Celerino
Los tan mencionados vínculos entre Rulfo y García Márquez pueden remontarse hasta el día en que Álvaro Mutis le regaló a su colega colombiano un ejemplar de ‘Pedro Páramo’
Dijo Rulfo, y García Márquez que escribía para sus amigos puso Cero39, una canción que contaba la historia de una mujer morena a la que le encantaban los taxistas. El aguardientico se le había subido y tenía reunión con Álvaro Mutis, creador de gavieros y oscuridades obscenas. No oyes ladrar los perros, preguntó Rulfo y el colombiano recordó que debía ir a Los funerales de la mamá grande, fallecida en sus cien. Se afeitó, se puso una camisa amarilla y miró por la ventana: en el parque la estatua del libertador se alzaba llena de cagadas de pájaros y picoteada por los gallinazos. Algún día escribiré una novela sobre ese man.Lea esa vaina para que aprenda cómo se escribe, expresó Mutis en cuanto traspuso la puerta, y le lanzó un ejemplar de Pedro Páramo. Los genios nunca tienen prisa pero sus historias se los comen si no enriquecen sus sueños. Estaban en una fiesta donde Carlos Fuentes y él bailaban twist con Elena Garro, el hit de Chubby Checker. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, y fue un puñal sin filo que le traspasó el sentimiento. Rulfo tenía un lenguaje, un ritmo, un amor, y García Márquez también, uno escuchaba mariachis y el otro vallenatos, ambos nacieron en pueblos polvorientos que fueron capaces de marcarlos para siempre. Rulfo no usaba bigote. García Márquez nunca vendió llantas.
Rulfo tenía un lenguaje, un ritmo, un amor, y García Márquez también, uno escuchaba mariachis y el otro vallenatos, ambos nacieron en pueblos polvorientos que fueron capaces de marcarlos para siemprePor ese regalo y por otros, García Márquez quiso a Mutis toda la vida, dicen que por ese detalle le regaló un viaje a la luna acompañado de su esposa. Rulfo se enteró muchos años después, cuando el mismo regalo, con palabras similares, se había hecho en treinta y nueve idiomas y ciento cuatro dialectos; en ese momento jugaba ajedrez, a punto de perder la reina, vio que solo le restaba un movimiento: ponerse de pie y largarse a una librería, donde tomó un ejemplar de Cien años de soledad, lo llevó a casa y lo leyó enseguida. Se buscaba en cada frase, en cada página, pero jamás se encontró, no se parecía ni un poquito a Melquiades y menos a Aureliano, más bien se identificó con Mauricio Babilonia. Salvo el principio, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el padre Rentería…”, todo es un espejo convexo. Entonces comprendió que las mejores influencias son las que no se notan, las que se pierden en la memoria del escritor; simplemente enriquecen la matriz de una escritura particular y prueban la capacidad de un creador en funciones. Brindó por eso y alimentó al monstruo que consumía sus recuerdos. Dicen que William Faulkner es una de mis más notables influencias, pero nunca lo he leído, farfulló. Debe ser verdad, manifestó García Márquez, he leído toda su obra, incluso me enseñó cómo alimentar un caballo blanco.Soy el ahogado más hermoso del mundo. ¿Quién, tú? No seas pretencioso, eres Anacleto Morones que solo vino a hablar por teléfono. ¿Cómo lo supiste? Por tu parecido con el coronel que prefería morir de hambre que matar a su gallo. Diles que no me maten, murmuró Santiago Nassar, cuando enfiló rumbo a su casa, seguro de que la muerte seguía el rastro de su sangre en la nieve. García Márquez quería a Rulfo, lo respetaba, y cada vez que releía partes de Pedro Páramo experimentaba la fuerza del estilo y la confirmación de que una obra maestra no tiene una palabra de más ni una de menos y el tiempo se detiene en los forros. Meditaba, le llamaba a Álvaro Mutis y hablaban de la última pelea de Kid Pambelé o de los presidentes colombianos que no daban una. También de Cochise Rodríguez y de si irían al Festival de la Leyenda Vallenata de Valledupar a beber aguardiente y escuchar música en vivo. Aunque en realidad quería hablar de Eduviges, de Juan Preciado o de Abundio Martínez, se pasaban los minutos en ese otro universo paralelo. Rubem Fonseca contó, cuando recibió el premio Juan Rulfo, ahora llamado FIL, que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que se enteró del regalo de Mutis y lo tomó para él. La lectura de la novela le provocó trastorno de sueño; la primera noche caminó desde Leblon, donde vive, hasta Ipanema y fue cuando pudo escuchar cómo Vinícius de Moraes y Antonio Carlos Jobin componían la Garota de Ipanema en un bar al aire libre: Olha que coisa mais linda…
García Márquez quería a Rulfo, lo respetaba, y cada vez que releía partes de ‘Pedro Páramo’ experimentaba la fuerza del estilo y la confirmación de que una obra maestra no tiene una palabra de más ni una de menos y el tiempo se detiene en los forros García Márquez y Rulfo quedaron de verse en Culiacán. Se encontraron en el malecón Niños Héroes, cerca de mi casa; allí los saludé, ¿puedo ayudarlos? Rulfo encendió un cigarrillo, García Márquez me pidió que lo llevara con Leonor, la señora del barrio que curaba brujerías y conocía todas las contras del mundo. Lo llevo si me firma un ejemplar de El amor en los tiempos del cólera. Para mí es su mejor novela, aseguró Rulfo categórico. Para mí también, dije yo, es en la que menos se le parece. Nada de eso, replicó el aludido, cada telegrama es un salto de Miguel Páramo en su caballo muerto, y Fermina Daza es Susana San Juan pero enamorada. ¿En serio? Es usted un terco, expresó Rulfo, se empeña en tener influencias mías y no siempre es verdad, al menos en esa novela no es verdad. Quizá me he estado haciendo el huevón, pero reconocer que usted es mi precursor es un reto a la vez que un descanso, esa es la vaina. Ándese paseando. Rulfo encendió otro cigarrillo. García Márquez no fumaba, un médico le advirtió que moriría de lo que murió si no dejaba de fumar, muchos años antes. Era de buen oído.Eduardo Antonio Parra, el mejor cuentista mexicano contemporáneo, reconoce que creció con el impulso de Rulfo: su ritmo, su tono, la temática de la desesperanza, su agudo sentido crítico y su gusto por el tequila blanco servido en caballito. Ser rulfiano es pasar una y otra vez por el infierno sin importar las quemaduras, qué maduras, quema duras y Marguerite Duras conversando con Frau Roberta y García Márquez desapareciendo de Viena y Rulfo tomando fotos arrebatadoras. Cien años de soledad es donde más se advierten los vasos comunicantes entre ellos, afirma Parra, y señala el principio de Cien años, además de la intimidad del tono y el parecido del cementerio de Tuxcacuesco tan lleno de blancura, con los huevos prehistóricos del colombiano, que convirtió un país en territorio del realismo mágico. Parra también fuma, Rulfo le ofrece un cigarrillo, García Márquez nos explica por qué le gusta el sancocho, el plato colombiano más popular. Rulfo le pregunta qué fue realmente lo que pasó con Vargas Llosa; García Márquez permanece en silencio como un minuto, luego hace un gesto indescifrable, nos pide que nos acerquemos. Nuestras cabezas casi se juntan y nos cuenta, nos cuenta hasta que una familia de mariposas amarillas sobrevuela nuestras cabezas. Y sí, es una historia muy potente que Rulfo se comprometió a escribir con el estilo de El otoño del patriarca, anunció que la titularía Los murmullos, y para esperar sin cansarnos, Parra y yo nos fuimos a beber cerveza con el Rudy. Salud.