Libertad o muerte
Aunque sólo fuera por su relación con España, país que visitó en varias ocasiones —antes, durante y después de la Guerra Civil— y al que dedicó no pocas páginas, o también por el hecho de haber traducido a Unamuno, Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, el cretense Nikos Kazantzakis, que fue por lo demás uno de los grandes escritores griegos del siglo XX, merecería ser conocido por medio de traductores familiarizados con su lengua original. Algo se ha avanzado en los últimos años y hoy disponemos de versiones directas del apasionado relato tardosimbolista, presentado en forma de diario lírico, con el que inició su carrera literaria —Lirio y serpiente, traducido por Pedro Olalla para Acantilado— o de la serie de títulos —la novela El capitán Mijalis, antes conocida por su subtítulo (Libertad o muerte) en la versión de Rosa Chacel, que partió de la edición francesa; el postrero Informe al Greco, una suerte de testamento espiritual dirigido a su paisano el pintor de Toledo; o la célebre y controvertida La última tentación, famosamente llevada al cine por Martin Scorsese— que ha traducido Carmen Vilela para Cátedra. También en Acantilado ha aparecido su otra narración más difundida —Zorba el griego, en versión de Selma Ancira— y ahora, gracias a Mario Domínguez Parra, podemos acceder a la primera novela propiamente dicha de Kazantzakis, Almas rotas (Ginger Ape), publicada por entregas entre 1909 y 1910. Muy influido por Nietzsche, al que dedicó su tesis doctoral, el joven veinteañero vivía entonces en París, donde oficiaba de existencialista avant la lettre, y fueron el vitalismo y la voluntad de lucha del pensador alemán los que lo libraron de caer en el destino aciago de sus personajes en la ficción, seres trágicos, melancólicos o derrotados, extraídos de la emigración griega. En lo formal, la obra está cuajada de neologismos que han sido fielmente adaptados por el traductor, quien cita como modelo las memorables versiones homéricas del maestro García Calvo.
Como señaló Aurora Bernárdez, que se extrañaba de que la obra en verso de su marido no suscitara un mayor interés entre los lectores, Julio Cortázar era poeta hasta cuando escribía en prosa, pero de hecho, aunque los compuso desde edad muy temprana, no publicó su primer libro de poemas sino en fecha tan tardía como 1971. Reeditado por Nórdica en un hermoso volumen ilustrado por Pablo Auladell, reciente Premio Nacional de Cómic, Pameos y meopas —título inequívocamente cortazariano, introducido por un preámbulo que lo es igualmente: “Por lo demás es lo de menos”— recoge una selección de los escritos entre 1944 y 1958. “Nunca —dice Cortázar— creí demasiado en la necesidad de publicarlos” y si lo hizo fue a requerimiento de Joaquín Marco y José Agustín Goytisolo, que se los pidieron para Ocnos, por más que en el fondo los considerara tan suyos como los cuentos o las novelas. Suenan hoy muy de la época, ciegamente consagrada al alumbramiento del hombre nuevo, sus casi disculpas por incurrir en un pasatiempo burgués al que lo religan autores tan poco convencionales como —él mismo los cita, “sombras entre tantas sombras”— Hölderlin, Keats (al que dedicó un libro y admiró profundamente), Leopardi, Mallarmé o Darío. La variedad de registros distingue a un conjunto heterogéneo —clasicismo y vanguardia— que ya fue incluido en la edición de la Poesía completa por Saúl Yurkievich y se beneficia aquí del excelente trabajo del ilustrador, que a falta de unidad temática ha optado por recrear motivos de inspiración órfica.
Vivimos tiempos propicios para la reivindicación de escritoras que o han sido invisibles o han permanecido ajenas al canon, pero no es sólo el razonable deseo de restitución lo que justifica el rescate de Encarnación Aragoneses Urquijo, más conocida por su nombre de pluma —la popular Elena Fortún— y a la que primero la nueva edición de Celia en la Revolución y después la hasta ahora inédita Oscuro sendero (ambas en Renacimiento) han puesto en el lugar que le corresponde. Velada o novelada autobiografía, la obra póstuma de Fortún, firmada con el seudónimo de Rosa María Castaños, describe en términos conmovedores el drama íntimo de una autora —pintora en la ficción— que no acepta los obstáculos a su desarrollo ni se reconoce en los modelos femeninos de la época —la con todo moderna España de anteguerra, donde hubo otras chicas raras—, tanto menos cuando su silenciada pero explícita homosexualidad, como señala la editora Nuria Capdevila-Argüelles, debe ser reprimida en aras de la apariencia que exige, entre otros sacrificios, esconderse bajo la fachada de un matrimonio necesariamente infeliz. Ya la misma dedicatoria —“A todos los que equivocaron su camino… y aún están a tiempo de rectificar”— introduce el tono amargo de una evocación —relacionada por Capdevila con los ejercicios memorialísticos de autoras feministas como Concha Méndez, Isabel Oyarzábal o María Teresa León— que pese a sus cautelas dice mucho más de lo que expresa. No es posible leerla sin un sentimiento de aflicción ante tanto dolor inútil.