Sátira negra
En la celebración de la literatura feliz que supone la obra de Mendoza, el crimen y la investigación favorecen la representación corrosiva de ambientes y tipos históricos
Hay en la obra de Eduardo Mendoza un placer de escribir que se convierte, a los ojos del público, en placer de leer: juego, farsa, caricatura y diversión, asesinatos, guerra entre bandidos, política y espías. Géneros literarios muy convencionales reciben un trato muy poco convencional. En 1975 La verdad sobre el caso Savolta cambió los paradigmas y modelos narrativos por su concepción, su montaje y su resolución. Era un enigma policiaco ambientado en un escenario histórico reconocible (la Barcelona de los pistoleros empresariales y sindicales en tiempos de la I Guerra Mundial), iluminado por una mirada de una inusual inteligencia crítica.Novedad sorprendente, participaba de una tradición: la novela popular, tan ligada a la crónica de tribunales y sucesos. Su lógica era la de la novela por entregas: cortes, sorpresas y fundidos, interrupciones en mitad de lo más interesante para añadir más interés, procedimientos que seguirían vigentes en las aventuras del héroe loco de El misterio de la cripta embrujada, pero también en Una comedia ligera, o en Riña de gatos. Madrid 1936. Lo esencial es entretener, intercalar novedades dilatorias que anticipan lo que vendrá, romper la narración lineal, entre el descubrimiento de lo que pasó y lo que pasará en la página siguiente, cortar en el momento más emocionante para saltar a otra cosa, seguir la acción en vilo: lo que se llama suspense.
La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios revivieron el nexo fundacional entre folletín y periodismo sensacionalista, y demostraron que la crónica sangrienta de la burguesía barcelonesa gangsteril podía tener también un fondo de risa. Desde la misma óptica, pero con distinto tipo de gafas, cabía mirar los años setenta y ochenta del siglo XX, los del “preposfranquismo” (como se dice en El misterio de la cripta embrujada) y los del cambio socialista, el posfranquismo sin pasar por el antifranquismo, y el Madrid de 1936, en vísperas de un golpe de Estado (Riña de gatos). Eduardo Mendoza ha escrito novelas de crímenes que son a la vez novelas históricas.
Hay en la obra de Eduardo Mendoza un placer de escribir que se convierte, a los ojos del público, en placer de leer: juego, farsa, caricatura y diversión, asesinatos, guerra entre bandidos, política y espíasLa más evidentemente nueva fue La verdad sobre el caso Savolta, relato de unos hechos situados entre 1916 y 1919, y reconstruidos ante los tribunales en 1927. Aquel tiempo mítico, en la Barcelona de la guerra entre empresarios y anarquistas, vuelve en un montaje de declaraciones al juez, reflexiones del testigo principal de los acontecimientos, recuerdos en primera persona, cartas, artículos de periódico, informes y fichas policiales. Se investiga un crimen: el asesinato del industrial Savolta en la Nochevieja de 1917. El malvado es el personaje más interesante, “el escurridizo y pérfido Lapprince”, si no lo es el inspector de policía obstinado en descubrir al autor de un asesinato por el que ya han pagado con su vida unos pobres inocentes.El vínculo entre crimen y ascenso social volvía a ser un asunto fabuloso, pero histórico, en La ciudad de los prodigios, en torno a las exposiciones universales de Barcelona de 1888 y 1929. Eduardo Mendoza presentía en 1986, mirando al pasado mítico, los fastos de la olimpiada barcelonesa y la feria mundial sevillana de 1992. Motivo de catástrofes y negocios, máquina de alegría monetaria, ese tipo de celebraciones siempre crean “oportunidades para quien tiene imaginación y ganas de aprovecharlas”, como se dice en el relato de la vida ejemplar del millonario Onofre Bouvila. Ascendiendo desde los bajos fondos barceloneses, Bouvila crece brutalmente a la par que la ciudad: de pequeño delincuente a rey del crimen barcelonés, especulador inmobiliario y empresario cinematográfico. “Ser rico era el objetivo que se había fijado en la vida”. La farsa no miente: el crimen se revela factor o motor económico, con la violencia como energía modernizadora y lubricante para escaladores sociales.
Pere Gimferrer dijo una vez que Eduardo Mendoza no escribía novela negra, sino novela satírica picaresca, y el loco sin nombre que empezó sus investigaciones en El misterio de la cripta embrujada comparte con el pícaro la condición de desclasado que se cuela entre todas las clases sin encajar en ninguna. Es una pieza que une partes de la sociedad aparentemente inconexas y contrapuestas, y descubre la continuidad del tejido, el engranaje entre unas piezas y otras. Pero ¿no es esto lo que Fredric Jameson señala como característico del detective, a propósito del Marlowe de Raymond Chandler? El investigador loco de Mendoza comparte otro rasgo de los detectives de la novela criminal: es un bicho raro. Aparte de no tener nombre (el Agente de la Continental, de Hammett, tampoco lo tenía), vive en un manicomio del que sale para que el comisario Flores lo utilice como destructivo agente provocador de los mayores disparates, de la Barcelona al Madrid contemporáneos. Según el alto concepto que al comisario le merece el orden, la misión esencial de las fuerzas de la ley es encubrir los desmanes de los poderosos.
Lo esencial es entretener, intercalar novedades dilatorias que anticipan lo que vendrá, romper la narración lineal, entre el descubrimiento de lo que pasó y lo que pasará en la página siguiente, seguir la acción en vilo: lo que se llama suspenseLas novelas del investigador loco aportaron una novedad extraordinaria: la risa, en tiempos en que la seriedad solemne era en sí misma un signo de distinción para muchos, pero también, para algunos descarriados, un motivo de carcajada. “No tuve otra escuela que la calle ni otro maestro que las malas compañías de que supe rodearme”, dice el innominado investigador, que se define a sí mismo como “un loco, un malvado y una persona de instrucción y cultura deficientes”, pero “buen observador”. Con su capacidad para el disfraz y para recuperarse inmediatamente de caídas y golpes, a lo Mortadelo y Filemón, el detective desquiciado de Mendoza absorbía también una tradición honorable: la de los tebeos, lo que Terenci Moix llamó “el realismo de la escuela Bruguera”.En Una comedia ligera, una de las novelas de Eduardo Mendoza que más me gustan, el jerarca policial don Lorenzo Verdugones declara lo que haría con lo que llama “las historias de misterio y detección”: pegarles fuego. El comediógrafo Carlos Prullàs es el autor de ¡Arrivederci, pollo!, “intriga policiaca en clave de humor”, y también el investigador más interesado en aclarar el asesinato de un rico vividor: es el principal sospechoso del crimen. El género literario vampirizado es ahora la comedia de enredo, y de ¡Arrivederci, pollo! se insertan escenas en la novela. Vilipendiado y vapuleado, a punto de morir de una puñalada, preso y hundido socialmente, lector devoto de Simenon y Michael Innes, Prullàs juzga así los libros que lo entretienen: “No tienen otro valor que el placer que produce su lectura”.
Yo diría que participa en la celebración de la literatura feliz que supone la obra de Eduardo Mendoza. Pero, si el crimen y la investigación son vías para la acción sorprendente y el giro inesperado, también favorecen, por su propia naturaleza, la representación corrosiva de ambientes y tipos históricos. La solución de los enigmas es lo de menos. En Riña de gatos. Madrid 1936 la misteriosa identidad del agente soviético Koliano no se descubre nunca: “Podría ser cualquiera de los aquí presentes”. ¿Qué más da si ya hemos contado todo lo que había que contar?
Eduardo Mendoza suele recurrir a un lenguaje de alto burócrata, procurador de las Cortes franquistas o diputado rimbombante que confunde la fraseología con la verdad. Es como si filtrara la solemnidad verbal a través de la voz de un caricato o la de alguien que hace burla de lo que oye y lo deforma calcándolo fielmente. Es una manera de combatir la estupidez, y un recurso esencial de la sátira: la ortodoxia se vuelve heterodoxia verbal.