El espíritu del ilustrado guasón
Mendoza se prepara para recibir el Cervantes, con una flema más británica que nunca porque actualmente pasa la mayor parte del tiempo en Londres. Allí se fue cuando acabó los estudios en los años sesenta y allí ha vuelto a instalarse ahora. Aunque, eso sí, va y viene con frecuencia a Barcelona.
—¿Sirve para algo el Premio Cervantes?
—¡Me pone en un compromiso! (Sonríe). Sinceramente, creo que sí. Claro, cuánto mejor no sería que hubiera una relación pura entre el escritor y el lector y que los libros se recitaran por las calles, pero hay una industria y una sociedad y el premio Planeta, el Nobel o el Cervantes forman parte de ese mundo del libro. Hacer que trascienda de la mera relación entre el que escribe y el que lee es importante. Claro que puede haber una cierta saturación de premios y puede ser algo cansado este trajín de los premios, pero hemos de escoger entre el modelo católico o el modelo calvinista protestante: o incienso y cardenales vestidos de rojo o recogimiento.
—¿Le sorprendió recibir el premio?
—Un poco. Nunca pensé que me fueran a dar este tipo de premios que son a una cierta trayectoria de seriedad y yo, en ese sentido, me he estado poniendo palos en las ruedas todo el tiempo. ¡Cómo le vamos a dar un premio a este tío! Y cuando me lo dieron me quedé sin saber cómo reaccionar. No quería reaccionar ni bien ni mal: quería reaccionar normal.
—No a lo Bob Dylan…
—Ni a lo Bob Dylan ni tampoco decir: ¡Me lo merezco! Ni tampoco decir: ¡No me lo merezco!, porque hay un jurado que ha tomado una decisión y yo no soy quién para discutírsela. Yo he tenido mucha suerte porque con el primer libro que publiqué me dieron el Premio de la Crítica. En aquel momento los críticos eran santones de la cultura: Díaz-Plaja, Rafael Conte… El premio era muy importante. Luego me enteré de que me lo dieron un poco de rebote, pero me lo dieron. Ahora me dan este: pues es un buen principio y final de trayecto.
—El discurso de aceptación del premio es una pieza literaria en sí misma y ha de versar en torno a El Quijote. ¿Ya sabe por dónde va a hincarle la tecla?
—He leído casi todos los discursos y son muy interesantes. El mejor es el de Rafael Sánchez Ferlosio. Es denso y largo; leído has de ir despacio, así que oído… no sé qué pasó ese día, si se durmieron todos, pero es espléndido. Una lección magistral sobre lo que es el significado. El de Borges también es magnífico, tiene media página pero contiene esas frases que solo puede decir Borges: “Me veo aquí y siento mi vida extraña, toda vida es extraña…”, y piensas: ¡Así se empieza!
—Los premios se instauran a mayor gloria de los escritores y la literatura, pero a veces ¿no crean más problemas de los que arreglan? Los que los reciben están contentos, pero el cabreo de los que creen merecerlos y no les llegan es monumental. ¿El afán por los premios no arma unos ciscos de lo menos glorioso?
—Es verdad que cuando te los dan, tienes la sensación de que vas a recogerlos pisando cadáveres de compañeros, pero es inevitable. Tampoco pasa nada con esto de los premios. El reconocimiento formal y oficial tiene un valor… no te sabría decir cuál. Pero tiene un valor. En mi caso, tengo el reconocimiento de un público fiel y unas ventas constantes, el contacto con el lector, pero hay otros que no son parte de la literatura popular y estos hacen un gran esfuerzo y necesitan reconocimiento: poetas, escritores minoritarios. He conocido a tantos que no envidiaban en absoluto las ventas de otros aunque las suyas fuesen mínimas y en cambio llegaba un momento en que decían: “¡Hombre, estaría bien un reconocimiento!”
—Antes la gente aspiraba ser célebre, ahora lo que importa es ser famoso. ¿Cómo se lleva con la fama?
“El humor es un tipo de ejercicio que ha de funcionar, lo has de calcular, medir. No puedes explicar el chiste, has de dejarlo ir como una imagen fugaz que hace que te quedes un poco desconcertado. Si no se entiende, pasa a lo siguiente, no lo subrayes”—La popularidad ahora es una cosa que no hay por dónde cogerla. Yo tengo que estar luchando porque a raíz del Cervantes me invitan a programas de televisión contra los que no tengo nada, pero que no me parece que sean el vehículo donde el premio Cervantes tiene que exhibirse. Pero cuando alguien pregunta: ¿Dónde está la frontera entre lo popular y lo populachero? ¿Cuál es la diferencia entre popular y comercial?, me resulta difícil responder.—El Cervantes lo sitúa claramente en la celebridad literaria española, en las enciclopedias, en los libros de texto… ¿Qué sensación produce eso de saber que va a pasar a la posteridad?
—El día que me muera pueden tirar todo lo que quede de las ediciones de mis libros, borrar mi nombre de la Wikipedia, me da exactamente igual. Lo único que me da por pensar al llegar ya a cierta edad es que me ha pasado el tiempo volando y no he hecho nada. Me parece que acabo de salir del parvulario y ya me encuentro entrando en una residencia, y en medio no hay nada. Sí, claro, una familia, unos amigos. Puedes decir: he vivido, he hecho una obra que puede ser permanente o cada día he hecho una paella y he dado de comer a unos clientes. Al final, uno se justifica con el balance.
—Me viene a la cabeza eso que decía en su última novela uno de los personajes, Lewelyn de París. Afirmaba que había envejecido sin haber llegado a madurar…
—Sí, es así. Estoy contento de tener esta sensación tan deprimente, porque peor sería decir: ¡Qué contento estoy de haberme conocido! ¡Vaya tío! ¡Qué guapo soy! Que los hay. Hay alguno que va diciendo: “Mi obra será eterna, me harán un monumento”, y piensas: ¡Pobre! Y me digo a mí mismo: Qué bien estoy yo sintiéndome el más tonto de la residencia.
—Justo detrás de su cabeza, en la estantería estoy viendo una edición de un libro que le agrada mucho: Las aventuras del valeroso soldado Schwejk… donde nunca se sabe si el tonto es él o los tontos son los que creen que es tonto.
—Este es un libro extraordinario. El humor es un lenguaje. Y además es un lenguaje que perdura más. Ha quedado más memoria de cualquier película de Chaplin que de Las dos huerfanitas de Griffith. La quimera del oro es una tontería, pero queda. El humor tiene su grandeza. Y del XVIII te quedas con el Cándido de Voltaire o Jacques el fatalista de Diderot y todo el resto de sus dramas los tiras a la basura.
—El humor aflora siempre en sus novelas. Es su lenguaje. ¿No es una cosa muy seria?
“No sé si en algún momento ganará la pereza de sentarme, porque a veces me digo: ¿Qué voy a contar que no haya contado ya? Pero un día sucede: ¡Mira, tengo una idea buena! Y me pongo en marcha otra vez. Y la llama no se apaga”—En realidad, sí. Hay gente con mucho sentido del humor en su conversación, muy chisposos en una sobremesa, que cuando se ponen a escribir no resultan nada graciosos porque el humor es un tipo de ejercicio que ha de funcionar, lo has de calcular, medir. No puedes explicar el chiste, has de dejarlo ir. Si no se entiende, pasa a lo siguiente, no lo subrayes. Es un problema que tengo con los traductores. Traducir humor es de una dificultad enorme y a veces el traductor para mostrar que lo ha entendido lo desarrolla, en vez de dejarlo como una imagen fugaz que hace que te quedes un poco desconcertado. Y es así como ha de funcionar el humor.—En la historia de la literatura tienen más prestigio el drama y el personaje torturado que la novela de humor. ¿Es remar a contracorriente?
—Sí, algo de eso hay. Aunque haces la lista y van saliendo obras importantes. Empezando por el Quijote y el Lazarillo, que son charlotadas. Y la mejor novela norteamericana está en Huckleberry Finn, que en inglés es tronchante no solo por las cosas que les pasan, sino también por cómo hablan. Claro, el Nobel se lo darán a otro. Lo cual no quiere decir que no haya también mucho humor escrito por papanatas, igual que hay una literatura dramática penosa. Lo que sucede es que la gran novela del XIX, Balzac, Zola, Proust, Dostoievski, Tolstói… marcan cómo ha de ser la novela, con mucho peso. El único que se desmarca es Dickens, que hace una novela lacrimógena pero es un gran humorista.
—Al paso de los años se agrupa a los autores en generaciones porque así es más fácil explicarlo todo. Imagino que será inevitable que lo agrupen con Marsé y con los Goytisolo, aunque ya sabemos que no se pasan la vida juntos confabulando…
—Seguramente será así y con razón. Es verdad que ahora cuando te dicen: “Tú estás en tal grupo”, siempre se tiende a contestar: “¿Yo? ¡Para nada!” Pero cuando vienen otras generaciones, las cosas se ven de otra manera. Tu generación se va quedando un poquito atrás, como debe ser y estoy contento de que así sea, de que salga gente nueva. Hay escritores que dicen: “¡Después de mí el fin!” Es todo lo contrario, está muy bien haber pasado el testigo.
—Hay escritores a los que les cuesta pasar el testigo, que ven a los emergentes como una amenaza…
—No debería ser así. A mí lo que más me ha enorgullecido es la gente que luego se ha dedicado a la literatura y te dice: “Cuando estaba en el instituto me hacían leer tus libros y yo quería escribir así”. Y descubrir que lo que fueron para mí Baroja o Benet yo lo he sido para algunos que han venido a decírmelo, como Cercas o Pérez-Reverte… Luego bajas del pedestal, claro, pero en un momento tuviste esa función. No hablo de modelos como Galdós o Tolstói, que están lejos de todo, sino de alguien cercano que ven que escribe, que vende sus libros, que cuenta cosas y anima a otros a hacer lo propio.
—Más de cuarenta años dedicado a escribir… ¿La llama sigue encendida?
—No sé si calienta mucho pero yo tengo la necesidad de mantenerla encendida, y al mismo tiempo también está la pereza. No sé si en algún momento ganará la pereza de sentarme, porque a veces me digo: ¿Qué voy a contar que no haya contado ya? Pero en cuanto estoy en el sofá sin hacer nada se me empieza a ocurrir esta historia o la otra… y un día sucede: ¡Mira, tengo una idea buena! Y me pongo en marcha otra vez. Y la llama no se apaga.