Una araña en el paisaje
El ser breve
Azucena G. Blanco
La Bella Varsovia
56 páginas | 10 euros
Este primer libro de poemas de Azucena G. Blanco (Córdoba, 1978) comienza con una araña (la pone Nietzsche y se arrastra a la luz de la luna) y con un paisaje (que no tiene mundo y lo firma Foucault). Una araña que más adelante ve cómo alguien, quizás el “ser breve” del título, aprende a deshilvanar sus telas, es decir, a des-escribir las trampas del lenguaje y del sentido. Y un paisaje que luego, cuando las palabras asuman su condición de insecto o de sombra, es inaugurado por una mirada nueva, que es animal, que está erizada por su rozarse con el tiempo, que es indistinguible de la noche, que rebautiza el instante y que “huye quedándose”. Hay que atreverse a la levedad, esa crítica a la pesadez del mundo y al silencio: onomatopeyas (como las de la página 46, en una de las cuales aquel paisaje balbucea algo que dialoga con las máquinas y los pájaros), parpadeos, juegos de palabras (letargo-lagarto, irónica-icónica), restos, olvidos, turbulencias, orificios, recogimientos; y también ficciones orgánicas, “miembros sin cuerpo”, “cuerpos sin predicados” y “teatro de sombras”. Pero, sobre todo, hay que atreverse al ser, que solo se manifiesta en lo breve porque cuando crece demasiado (ese globo hinchado por Platón, protagonista de uno de estos poemas, y sus secuaces) se nos escapa de las manos y, de hecho, nos las borra junto con las otras partes del cuerpo. Y la poesía, un arte marcial para valientes, no puede permitir eso: la poesía es el reconocimiento del aquí y del ahora como insustituibles, como tocables, como lo real y verdadero, como lo intrascendente necesario sobre lo que escribe Azucena G. Blanco que piensa en voz alta (estos poemas hondos que dejan las huellas de “lasalenlaboca” y en donde “cae la nieve cae la nieve cae la nieve”) pero uno intuye desde el principio que está más interesada en lo que interrumpe sus pensamientos que en usarlos para producir ideas, imágenes o historias. Por esas interrupciones o intersticios se asoma el ser.
En esas grietas (líneas blancas, elipsis, penumbras lógicas) lo breve hace su madriguera. Un ser breve que confía en la sensibilidad pero no en la sensiblería, y en la inteligencia pero no en el intelectualismo, y en la emoción pero no en lo emocional. Y que solo se da a quien lo convoca como ausente, como enajenado, como deshabitado o como indistinguible.
¿Algo más? La luz. El ser breve se apoya en la luz, ese bastón vacilante y firme a la vez, ese pequeño faro que guía a las cosas para que no naufraguen. Azucena G. Blanco la nombra quince veces (probablemente el vocablo que más utiliza) para llamar la atención sobre lo importante: que todo, desde el tiempo hasta una avispa, están hechos de ella. La luz, a la que se permite “ser ambigua”, la que el invierno se afana en esconder y ciega la mañana, la que se fuga por entre las rendijas de una persiana, la que madruga, la que circunda algo, la que “duplica la imagen del árbol”, la que hace de pantalla, la huidiza o la densa. Sí, “la luz/ como un rastro de ser”. Esa era la clave que nos faltaba para terminar de entender esta “potencia material” o esta “geometría niña” que solo pueden ser enunciadas por la poesía: el ser breve es un ser de luz. Y la poesía una modalidad de iluminación o de luminosidad natural que no tiene que ver con la mística o con alguna clase de idealismo (siendo los idealismos emboscados o inadvertidos los más peligrosos) sino con las arañas y los paisajes.