El caballero de los espejos
La vaga ambición
Antonio Ortuño
Premio Ribera de Duero 2017
Páginas de Espuma
120 páginas | 15 euros
Los muertos iluminan la ruta de los vivos. Bajo su luz escribimos”. Lo dice Antonio Ortuño en uno de los cuentos del libro en el que negocia vida y literatura, oficio y tragicomedia, como quién juega, niño grande, ogro bueno, a darle la vuelta a todos los tópicos que hacen de la literatura un modo de agitar la realidad y de excavarle galerías, de ponerle cerco a la vida con el lenguaje y que esta nos rinda las contradicciones y las ausencias que nos inflige. También nos explica Ortuño por debajo y por encima de lo que nos cuenta que la escritura es una forma de supervivencia y arte en sacudirse el sinsentido y el desastre, la angustia con la que todos andamos entre los sueños y las exigencias, entre las pérdidas —sobre todo la de la madre, cuya bella metáfora es una máquina negra de escribir poemas—, y las ambiciones que siempre son hermosas, imposibles, fugitivas, las sirenas que perseguimos, las islas en las que uno sobrevive a solas, el hambre que saciar con el sabroso bocado de la fiesta de lo cotidiano. Es Ortuño un caballero de los espejos, crecido, como narra en una de sus más perfectas piezas, al amor por El Quijote del que nace una divertida criatura entre la ficción y la realidad —en la que resuena la autoparodia al estilo de John Fante, al igual que la caricaturización literaria que recuerda a John Updike— en un ejercicio de vocación y de perfeccionamiento del lenguaje y de la trama.
No se llama Lucas. Pero anda por ahí. Su nombre es Arturo Murray, cumplió ya los cuarenta entre el aceite tragado del fracaso, una cuenta corriente llena de equis en rojo y de fantasmas en blanco, y los desafectos de la infancia con los que un padre secuestrador y ausente, y un primo convertido en un matón ángel custodio, le enseñaron la importancia de cicatrizarse de espaldas al pasado, y al futuro de cara. Ha vivido este personaje escritor, apadrinado por quien lo narra, por encima de sus posibilidades, lanzando palabras a la fuente de la literatura en espera de que se produjese la magia o que el destino le concediera la dignidad de las armas y las letras con las que todo caballero cruza fronteras, puentes, y trabajos que le permitan no tener que escribir encargos a cualquier coste, y le ayuden a ofrecerle a su mujer un presente a sus anchas o la fama de un serial de televisión. Aunque esa apuesta conlleve la lucha de pasar del trabajo de encargo sujeto al laboratorio coral, al monólogo de autor, de la amistad tensada por los celos a librar batalla con la amenaza comercial ante la que casi siempre sucumbe el talento. Hay en medio de esta mirada al oficio literario y a su telaraña de vanidades, trampas y miserias, dos divertidos paréntesis metaliterarios: un taller de escritura, y un texto de Murray acerca de la visita de Walter Benjamin a Moscú en 1926, que supone una metáfora acerca del poder de rebelión de la palabra y de la voz contra la opresión política.
Es Murray un personaje literario —muy fanteniano como dije, lo mismo que nos recuerda a los protagonistas cinematográficos de los Cohen Brothers— de la picaresca acrobática en el alambre y el teclado donde se proyecta Sísifo este imperfecto Aquiles kamikaze en duelo con la crisis emocional, económica, creativa, y las conmociones que provocan los avatares de la vida. Su trayectoria en estos seis cuentos puede interpretarse como capítulos de una novela de memorias, por cuyos pasillos se divierte la sombra de Antonio Ortuño, desacralizando la literatura, colocándose a sí mismo frente a la parodia y la pesadilla, construyendo un universo burlesco, homenajeando a su madre y poniendo de manifiesto que cuando se trata de indagar en la identidad de un escritor, cualquiera del gremio debería definirse, con sinceridad y humor, como “soy el que somos”.