Stalin y los cirros
El meteorólogo
Olivier Rolin
Trad. Miguel Aguayo
Libros del Asteroide
208 páginas | 18,95 euros
Olivier Rolin (Boulogne-Billancourt, 1947) es uno de esos autores que tienen que cargar para siempre, en la sucinta biografía que se repite en la solapa de sus libros, con el pecado de una juventud subversiva. “Después de un periodo de militancia en una organización revolucionaria, decidió dedicar su vida a la escritura”, destacan de Rolin sus editores españoles. ¿Cómo hay que leer semejante apreciación y cuál es su utilidad?
La advertencia, en este caso, cobra cierto sentido penitencial pues El meteorólogo es la historia “sin novelar”, advierte Rolin, antiguo maoísta, de uno de los cientos de miles de soviéticos que perdieron la vida durante el Gran Terror que desató Stalin entre 1937 y 1938. Presumo, sin embargo, que ya no es necesario cantar la palinodia para escribir sobre unos de los periodos, el de la aniquilación stalinista, más sanguinarios del siglo pasado junto con el nazismo.
La crónica es terrorífica. En los primeros años de la década de los treinta Alekséi F. Vangengheim era una de las mayores autoridades de la meteorología soviética. Era director del servicio Hidrometeorológico Unificado de las URSS, presidente del comité de los meteorólogos ante el Soviet de los Comisarios del Pueblo, jefe de la Oficina del Tiempo y, entre otros títulos igual de enfáticos, presidente del comité del Segundo Año Polar. Como máxima autoridad en la prevención meteorológica sobre un territorio inmenso, de millones y millones de kilómetros, sus cálculos influían no solo en los avisos de inclemencias inmediatos sino en la calidad de las cosechas anuales para alimentar a una población inmensa que sufría hambrunas cíclicas.
Vangengheim creó una red gigante de observatorios, unificó el servicio y empezó a preparar un catastro de vientos para aprovechar su energía. Su trascendente carrera, sin embargo, acabó de forma abrupta un 8 de enero de 1934 cuando dos policías se presentaron en su casa y lo trasladaron a la Lubianka acusado de cargos tan inconcretos, pero terribles, como “olvido de Lenin y Stalin, propaganda de clase extranjera o pertenencia a la corriente menchevique”. La trama de delaciones entre compañeros funcionó con la eficacia de un barómetro.
Vangengheim, tras los interrogatorios, fue conducido a un remoto campo del gulag del que ya no regresaría nunca. El único hilo vivo con su vida anterior fue la emotiva correspondencia que mantuvo con su familia que incluía decenas de dibujos de herbarios dedicados a su hija de cuatro años y que se reproducen al final del volumen.
En 1937 nuestro meteorólogo fue embarcado en un tren de ganado y conducido a un ignoto matadero cuya localización no se supo hasta los años noventa.
Quizá lo más terrible de las grandes purgas políticas no es la muerte sino el empeño en eliminar cualquier rastro de las víctimas, de hacerlas desaparecer como si jamás hubieran existido.
La memoria de Vangengheim se salvó por poco del olvido absoluto. Y ese es el gran mérito del libro. En 2007 un golpe de azar puso en manos de Rolin, en una de sus frecuentes expediciones por geografías remotas e inhóspitas, la correspondencia que un desconocido científico soviético escribió a su esposa y a su pequeña hija desde el campo de trabajo siberiano a donde fue confinado a causa de unos delitos imaginarios. Unos delitos de los que, por cierto, fue absuelto oficialmente en 1956, tres años después de que Jrushchov fuese elegido secretario del PCUS.