La última zarina
La trágica figura de Alejandra, nieta de la reina Victoria y alemana de nacimiento, ha sido reivindicada por la autora frente a la tradición que ha magnificado sus puntos débiles
La historia no se muestra clemente con los torpes: a menudo es más generosa con los crueles, pero no tolera buenas intenciones a medias. Quizás por eso, casi un siglo después de su fusilamiento, las referencias a Alejandra Feodorovna, la última zarina de la dinastía Romanov, siguen siendo amargas, irónicas, o destructivas. Su marido, Nicolás II, para algunos “el Sanguinario”, escapa con unas condescendientes alusiones a su falta de carácter, su inexperiencia y su ineptitud al delegar responsabilidades. Pero ella, Alejandra, la zarina alemana, Alix de Hesse por nacimiento, condensa gran parte de los prejuicios que durante siglos han despertado las consortes con carácter: mandona, castradora, arrogante, dominadora. Insaciable, incluso en lo sexual. Una mantis, una lady Macbeth. Una espía extranjera. Un ave de mal agüero.De pocos insultos se ha librado esta nieta de la reina Victoria, de todas ellas la que se casó con mejores perspectivas. La jovencita germana de sangre inglesa, amadrinada por su abuela, se marchaba a Rusia apenas pasados los veinte a un matrimonio por amor, con un novio atento y entregado en una familia de crápulas: formarían una pareja atractiva, inmensamente rica, con un poder autocrático incuestionable y con una nueva religión que ella había abrazado con entusiasmo. Alejandra era hermosa, bien educada, discreta. Comenzó a tener niños pronto. ¿Por qué entonces no se convirtió en una zarina amada, cómo puede ser que su figura conmovedora, con varias niñas adorables a su alrededor y un querubín en brazos no detuviera, al menos por una generación más, la marea comunista?
Alejandra condensa gran parte de los prejuicios que durante siglos han despertado las consortes con carácter: mandona, castradora, arrogante, dominadora. Insaciable, incluso en lo sexual. Una mantis, una lady Macbeth. Una espía extranjeraSe debió a una desafortunada combinación de circunstancias y de ceguera personal. Alejandra, con su inteligencia, que no era corta, y con su buena intención, que era inmensa, carecía de varias cualidades imprescindibles no ya para gobernar la jaula en llamas que era Rusia sino para sobrevivir a sus incendios. Siempre se caracterizó por su rigidez: se dejaba dominar por la intuición y sus percepciones, y no por datos objetivos. Su visión de la realidad se encontraba lamentablemente sesgada por prejuicios y por una gruesa capa de cortesanos enemigos y afines muy interesados en que no llegara a vislumbrar nada más. Y, por otro lado, se tomaba a sí misma tan en serio que cualquier cuestionamiento (no digamos ya una ironía, o algo de sentido del humor) se confundía con un ataque.Alejandra fue, en muchos sentidos, una mujer constantemente desubicada. Lo era cuando las cosas iban bien, cuando el amor, la juventud, la salud y la fortuna le sonreían, y le sobrepasó cuando las desgracias reales irrumpieron en su vida. La gran tragedia de su existencia fue la enfermedad de su hijo menor, el heredero. Lo mejor y lo peor de ella se dan cita en su relación con él y su feroz determinación de salvarle de la muerte. Supersticiones o santones, como Rasputín, rezos o amigas que aliviaran su ansiedad, sueños de futuro… cualquier cosa que le ofreciera un mínimo de esperanza tenía cabida en su entorno.
Quienes la conocían, incluso en los aciagos días finales, cambiaban su opinión hacia ella, hacia toda la familia. Lograban entender qué escondía su gesto adusto, su perpetua tristeza; una enorme compasión sustituía el odio que suscitaba, tan alimentado por la propaganda como por lo extraño de su conducta. Su figura necesitaba de una mirada cercana y sin prejuicios; de una voz que, por primera vez, contara su historia.