Ettore e Italo
La antivida de Italo Svevo
Maurizio Serra
Trad. Esther Quirós
Fórcola
400 páginas | 26,50 euros
De Maurizio Serra, autor y diplomático de origen italiano que nació en Londres, escribe en francés y se ha especializado en la literatura de entreguerras, leímos su excelente biografía de Curzio Malaparte, premiada con el Goncourt y cuyo subtítulo plural —Vidas y leyendas— estaba justificado por la multiplicidad de perfiles de un aventurero adicto a la mixtificación que mudó de piel con pasmosa desenvoltura, en todo opuesto al discreto protagonista de La antivida de Italo Svevo. Manso, apolítico, acomodaticio, el ahora biografiado no destacó por su arrojo ni por su personalidad seductora, pero su trayectoria, fascinante en otro sentido, ejemplifica como pocas la escisión entre el hombre, Ettore Schmitz, y el creador al que el primero trató en vano de soterrar, por fortuna para la literatura italiana que tiene en Italo Svevo, el formidable autor de La conciencia de Zeno (1923), a uno de los padres de la modernidad novecentista.
En la vida real —o lo que Serra llama su antivida, tan rutinaria como la de Kafka o Pessoa, aunque mucho más respetable por su posición social— el señor Schmitz, paradigma del perfecto burgués, fue un oficinista pusilánime y después dominado por su suegra que tras el fracaso de sus dos primeras novelas, Una vida y Senectud, renunció a la escritura para dedicarse a la gestión de la floreciente empresa familiar —de su mujer, Livia, con la que se trasladó a vivir a la residencia de los Veneziani, gobernada por la matriarca Olga— especializada en pinturas para barcos. Durante más de veinte años, con la Gran Guerra de por medio, el ya próspero comerciante se mantuvo aparentemente alejado de una pasión que cultivaba a escondidas y definía como un vicio, igual que el tabaco del que Schmitz, fumador compulsivo, tampoco se liberó nunca. La otra vida —Jorge Edwards habla en el prólogo de una “vida duplicada”— lo acechaba y Svevo, más que un seudónimo un alter ego, luchaba por salir del claustro en el que el propio escritor, receloso de sí mismo, se había refugiado. Es cierto que su familia no veía su dedicación literaria con buenos ojos, pero tampoco él, habituado a la máscara, se atrevía a dejar hablar a una voz que no hubo, aunque lo intentara, manera de mantener callada.
Es este conflicto interior, como ha sabido ver Serra, lo que confiere profundidad y dramatismo a un itinerario por lo demás anodino. Con la precisión y el buen oficio que ya conocemos por su trabajo anterior, el biógrafo recorre la evolución de Schmitz, nacido en el seno de una familia judía asimilada, hasta convertirse en Svevo, su abandono de las ilusiones de juventud, la espectacular resurrección y el breve periodo de reconocimiento antes de su muerte prematura. El descubrimiento
del psicoanálisis —Svevo desconfiaba de la terapia, pero admiraba y tradujo a Freud— y la estrecha relación, paternal más que amistosa, con el joven Joyce, que le dio clases de inglés y desempeñaría un papel decisivo en la recepción internacional de La conciencia de Zeno, son para Serra los dos hitos de un proceso en el que también pesarían la guerra y la disolución del Imperio Austrohúngaro, cuando Trieste, haciendo realidad el sueño del irredentismo, pasó a pertenecer a Italia, cuatro años antes del inicio de la era fascista.
Sin olvidar a personajes como el “amigo-rival” Umberto Saba, de quien Serra traza un retrato espléndido, la ciudad adriática es de hecho el otro protagonista de una biografía que dedica páginas esclarecedoras a la complejidad multicutural del enclave, donde confluían los mundos latino, germánico y eslavo, y a su tortuosa historia, trágica para la comunidad judía tras la aprobación de las leyes raciales. Svevo el antihéroe, el inepto, el neurótico, él mismo un territorio de frontera, no vivió para sufrirlas, pero su victoria semipóstuma es también la de la impureza sobre la devastación de los grandes ideales.