Devorando el planeta
Estamos modificando el entorno natural con tal intensidad y velocidad, que no es descabellado admitir que el ‘Homo sapiens’ se ha empeñado en morir de éxito
Si no fuera porque lo que está en juego es la propia supervivencia de la especie humana cualquiera podría pensar que los conceptos que ya manejan, con inquietante naturalidad, algunos notables especialistas están teñidos de un exagerado dramatismo. Quienes hablan de los “jinetes del apocalipsis ambiental” no son apasionados militantes de alguna organización ecologista sino científicos rigurosos que, después de analizar el impacto de nuestro modelo de desarrollo en los recursos del planeta, tratan de llamar la atención sobre una crisis que no deja de multiplicar sus frentes, que se extiende a escala planetaria, que comienza a ser irreversible en algunas de sus manifestaciones y que, sobre todo, erosiona los pilares que sostienen la vida en la Tierra.Aunque sea de manera simplificada podríamos decir que todo se reduce a un problema de gula, a nuestra desmedida voracidad como especie dominante. Consumimos mucho más de lo que realmente necesitamos, pero lo grave no es nuestro apetito desproporcionado sino que este sobrepasa la capacidad que la propia naturaleza tiene para generar (y regenerar) bienes, prestar servicios ambientales o eliminar desechos. Devoramos literalmente el planeta que habitamos sin advertir que la mayoría de los elementos que estamos destruyendo no podrán sustituirse y que algunos de ellos resultan esenciales para garantizar no ya nuestra calidad de vida, sino nuestra propia supervivencia.
“Nos enfrentamos a riesgos, llamados existenciales, que amenazan con barrer del mapa a la humanidad”, explica Anders Sandberg, investigador del Instituto para el Futuro de la Humanidad (Universidad de Oxford). Y detalla: “No se trata solo de los riesgos de grandes desastres, sino de desastres que podrían acabar con la historia”. Las evidencias de esta amenaza son tan sólidas que hace menos de un año la comunidad científica comenzó a considerar que ya hemos cruzado el umbral de una nueva era geológica, el Antropoceno, donde el hombre se convierte en el gran protagonista a cuenta de su inquietante capacidad para alterar las condiciones naturales a escala planetaria. Pero, ¿cuándo comenzó el Antropoceno? La fecha y el acontecimiento que proponen los geólogos no deja lugar a dudas: 1950, cuando se multiplicaron las pruebas nucleares en diferentes territorios hasta diseminar isótopos radiactivos por todo el planeta. Esa será la marca, indeleble, que identificará esta nueva era.
Quienes hablan de los “jinetes del apocalipsis ambiental” no son apasionados militantes de alguna organización ecologista, sino científicos rigurosos que tratan de llamar la atención sobre una crisis que no deja de multiplicar sus frentesY si preferimos mirar el problema desde la óptica de la biología la perspectiva es igualmente sombría. En este caso nos enfrentamos a una nueva extinción (masiva) de especies. La última, la quinta en el particular cómputo que manejan los científicos, tuvo lugar hace 65 millones de años y fue la que hizo desaparecer a los dinosaurios. La sexta extinción ya está en marcha, y las pruebas más recientes (reunidas por Ceballos, Ehrlich y Dirzo, tres investigadores que llevan tiempo estudiando este fenómeno) se publicaron el pasado mes de julio en la prestigiosa revista norteamericana Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS). Después de analizar con detalle el estado de conservación de 177 especies de mamíferos repartidas por todo el mundo, los autores de este trabajo concluyeron que “todas han perdido un 30% o más de su distribución geográfica, y más del 40% de estas especies han experimentado una grave disminución de sus poblaciones”.Esta anomalía, particularmente intensa en las zonas tropicales, es mucho más grave de lo que se percibe, porque va más allá de la desaparición de individuos o especies. Reducir la diversidad biológica también implica la pérdida de los servicios ambientales que nos prestan los ecosistemas, beneficios casi invisibles pero cruciales como es el caso de la polinización que llevan a cabo las abejas, la formación de suelo fértil o la purificación del aire o el agua. Procesos en los que actúan esos múltiples elementos que componen el complejo puzle de la vida.
En resumen, como denuncian estos investigadores, se trata de una verdadera “aniquilación biológica” que tendrá graves consecuencias ecológicas, sociales y económicas. Y no hablamos de un impacto localizado, sino de una ola que recorre el planeta sin freno y sin distinguir fronteras.
Todo está relacionado con todo
La globalización es el concepto sobre el que gira esta crisis ambiental porque, como explica la primera ley de la Ecología, “todo está relacionado con todo”. Si preferimos usar una metáfora que nos lleve al terreno de la salud podríamos decir, como sostiene Miguel Delibes, que “la Tierra es un enfermo grave con un fallo multiorgánico. Cambia el clima, se reducen las reservas de agua dulce, se extinguen especies, se multiplica la contaminación, cambian los usos del suelo… Estamos en un planeta muy pequeño y limitado que tiende a ser cada vez más pobre y uniforme”.
¿Estamos a tiempo de curar al enfermo? Si esa es la pregunta clave este profesor de investigación del CSIC, que fue director de la Estación Biológica de Doñana y en la actualidad preside el Consejo de Participación del Espacio Natural de Doñana, sigue usando el lenguaje figurado, aunque ahora nos traslademos al de la mecánica doméstica. Imaginemos, propone Delibes, que cada cierto tiempo retiramos la lavadora que todos tenemos en casa para limpiar la suciedad que se acumula bajo ese electrodoméstico. Encontraremos pelusas, restos de vasos rotos, alguna porción de comida momificada y también una tuerca, o un tornillo. Como no sabemos de dónde salió esa pieza (aunque suponemos que es de la lavadora) sencillamente la tiramos a la basura, con la tranquilidad de conciencia que da saber (o más bien creer) que la lavadora sigue funcionando sin fallos aparentes. Cada cierto tiempo repetimos la operación de limpieza y vuelven a aparecer otras piezas que juzgamos intrascendentes, y que también van a parar a la basura, hasta que un día la lavadora deja de funcionar, así, de pronto, sin avisar… “Bueno”, advierte Delibes, “en realidad nos estaba avisando de la catástrofe, pieza a pieza, pero no le hicimos caso”. ¿Cuál fue la pieza decisiva que precipitó la muerte de la lavadora? Todas y ninguna en particular. ¿Qué hacemos para que vuelva a funcionar el electrodoméstico? ¿Alguien sabe cómo se colocan esas piezas, dónde estaban situadas? Pero, lo que es más grave aún, ¿alguien conserva esas piezas, sabe dónde las venden (si es que las venden) o tiene a mano una lavadora exactamente igual para comprobar en dónde está el corazón del problema y su correcta solución?
Cuando la lavadora es en realidad un planeta la cosa se complica bastante, porque el corazón del problema no es otro que la desidia, la inconsciencia y, sobre todo, la soberbia de pensar que seremos capaces de sustituir o prescindir de lo que en realidad es insustituible e imprescindible. Por ejemplo, ¿alguien cree, incluso sin formación científica alguna, que seremos capaces de reparar, sustituir o prescindir de un sistema natural tan endiabladamente sofisticado como el que hace funcionar el clima en sus infinitas variables?
Una civilización que es capaz de modificar el clima del planeta que habita es una civilización ciertamente peligrosa, sobre todo para sí misma. El cambio climático y sus derivadas es, quizá, el problema ambiental que más inquieta a los científicos, uno de los pocos que ha servido para tejer tímidos acuerdos internacionales que buscan un nuevo modelo de gobernanza global y, sin duda, el que los ciudadanos identifican con más facilidad, al menos en los países del primer mundo, aunque ese conocimiento no se corresponda con acciones políticas y ciudadanas decididas y urgentes (tan urgentes como las que requiere una amenaza de estas características).
Cuando la Tierra se calienta
La explicación de este fenómeno, al que hemos terminado por atribuir todas las anomalías meteorológicas que nos incomodan o nos causan daño (lo cual no es muy riguroso, pero da idea de la inquietud que reina en torno al problema) no es muy sofisticada. En el interior de un invernadero la temperatura registra unos valores más altos que en el exterior sin necesidad de recurrir a ningún sistema artificial de calefacción. Los plásticos que cubren este tipo de cultivos son los que consiguen que penetre mucha energía (procedente del sol) y escape muy poca. Ese es el mismo mecanismo que, de forma natural, opera en nuestro planeta, donde la peculiar combinación de gases que conforman la atmósfera actúa como el plástico de un invernadero. Así, la temperatura media de la Tierra se acerca a los 15 grados, haciendo posible la vida, mientras que si no existiera ese tipo de atmósfera difícilmente este valor superaría los 18 grados bajo cero, un escenario bastante más hostil.
Admitiendo que el clima del planeta ha sufrido múltiples variaciones a lo largo de nuestra dilatada historia (medida en términos geológicos, es decir, en cientos de miles o millones de años), lo que hoy denominamos cambio climático se origina por una perturbación, de origen artificial, en ese efecto invernadero natural. Cuando el hombre comenzó a utilizar combustibles fósiles a gran escala en los albores de la Revolución Industrial, las emisiones de gases contaminantes procedentes de la combustión (sobre todo el dióxido de carbono, CO2) se incrementaron hasta alcanzar valores descomunales en muy poco tiempo. La atmósfera acusó el golpe y, poco a poco, fueron modificándose las proporciones de esa receta química que hace posible la vida.
¿Usamos otra metáfora? El aire que respiraba un tribuno en Itálica no tiene la misma composición química que el aire que hoy respira un vecino de Santiponce, el municipio sevillano en donde se encuentran las ruinas de aquella urbe romana. Una composición química que apenas experimentó cambios durante miles de años ha sufrido una llamativa alteración en menos de tres siglos, apenas un suspiro en esa escala temporal que acostumbra a usar la naturaleza. En 1750, poco antes de que James Watt patentara su máquina de vapor, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre rondaba las 280 ppmv (partes por millón en volumen), una cifra no muy distinta a la que respiraba nuestro tribuno romano. Doscientos años después (1973) la cantidad de CO2 alcanzaba las 320 ppmv, un incremento apreciable aunque a simple vista no resulte alarmante. Pero lo que ha ocurrido después da idea del volumen de contaminantes que se ha arrojado a la atmósfera en muy pocos años. En 2006 la concentración de dióxido de carbono se cifraba en 381 ppmv, dos años después se anotaban 387 ppmv y en 2016 se rebasaban las 405 ppmv. De acuerdo, hablar de partes por millón es hablar de cantidades insignificantes. ¿Insignificantes? No lo deben ser tanto cuando el IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, el grupo científico de referencia auspiciado por la ONU) ha advertido que superar una concentración de 400 ppmv supone adentrarse en “territorio desconocido”, porque para buscar una situación similar “hay que remontarse, muy posiblemente, veinte millones de años atrás”.
La comunidad científica considera que hemos cruzado el umbral de una nueva era geológica, el Antropoceno, donde el hombre se convierte en el gran protagonista a cuenta de su capacidad para alterar las condiciones naturales a escala planetariaPuede que las cifras del cóctel químico que ya estamos respirando parezcan intrascendentes, pero si no se frena esta progresión la temperatura media del planeta se incrementará, a lo largo de este siglo, por encima de dos grados, y ese sí que es un escenario no solo desconocido sino muy peligroso. Y España, por su situación geográfica, es un país particularmente vulnerable al cambio climático. Además de las alteraciones que sufrirán todos los ecosistemas, en particular aquellos más frágiles como las zonas húmedas o la alta montaña mediterránea, inquieta, sobre todo, el impacto económico de esta perturbación, ya que, por ejemplo, los fenómenos meteorológicos extremos (sequía, olas de calor, lluvias torrenciales), que pueden hacerse más frecuentes en nuestro país, afectarían a una de nuestras principales industrias: el turismo estival, lo ha dicho la propia Comisión Europea, buscará otros destinos, abandonando las costas mediterráneas, y el coste de esta migración puede ser más que notable.La agricultura también tendrá que asumir este nuevo escenario. Al acortarse el periodo de crecimiento de los cultivos, aseguran las autoridades de Bruselas, la productividad agrícola puede llegar a descender más de un 20%. De nuevo tendremos que enfrentarnos a una reconversión agraria, y no es difícil imaginar el impacto de un ajuste de tal calibre. Para ambos sectores, turístico y agrícola, el agua, que ya hoy es un elemento estratégico sometido a todo tipo de tensiones por su desigual reparto y demanda desmedida, se convertirá en un recurso todavía más disputado.
Incluso el gasto sanitario podría multiplicarse a cuenta del aumento de ciertas dolencias (incremento de la mortalidad debida a las olas de calor), la aparición de nuevas enfermedades impropias de estas latitudes (como el virus del Nilo) o el regreso de aquellas que creíamos erradicadas (el caso de la malaria). A este balance económico pueden incorporarse otros muchos capítulos, algunos tan obvios como los daños de todo tipo derivados de una mayor frecuencia de inundaciones y sequías, algo que ya han incluido en sus cálculos de riesgo las compañías aseguradoras (excelentes termómetros para medir el verdadero alcance de estas previsiones).
El último intento colectivo para frenar el cambio climático fue la Cumbre de París (2015) y el último obstáculo ha sido la irresponsable pero calculada decisión de Donald Trump de abandonar el tímido y delicadísimo compromiso internacional que se tejió en la capital francesa. Atacar el Acuerdo de París es atacar a la esperanza, debilitar los esfuerzos colectivos en busca de un mundo mejor y más justo, así es que no resulta exagerado, ni es un falso consuelo, celebrar que países decisivos en este complicado debate (como China, Alemania o Francia) hayan reafirmado sus compromisos en favor de una batería de medidas con las que, quizá, consigamos no rebasar esos dos grados en la temperatura media del planeta.
¿Estamos a tiempo de curar al enfermo? La mayoría de los especialistas aún conservan una mínima dosis de optimismo. Tenemos la capacidad de frenar esta crisis ambiental porque conocemos el origen del problema y, en gran medida, disponemos de las herramientas adecuadas para resolver los diferentes frentes en los que se manifiesta. Lo que falla es la voluntad, el verdadero convencimiento, político y ciudadano, de que hay que actuar y hacerlo sin más dilaciones y a todas las escalas, desde la doméstica hasta la planetaria.
Cada vez disponemos de más conocimiento pero de menos tiempo. Y no tenemos un planeta de repuesto, ni un lugar a donde escapar del desastre.