Utopía y desencanto
Como sostiene Claudio Magris, la comunidad europea está amenazada por la obsesión de forjar nuevas fronteras y la regresión particularista a presuntas raíces étnicas
Tiende la vieja Europa a sufrir de nuevo sus peores pesadillas —llamadas “sueños” por los que la intentan poco a poco destruir y socavar—, anulando los logros de esa nueva y esperanzadora Europa a la que muchos impiden crecer? Si Claudio Magris ha dedicado numerosas páginas al peligro y “tentación”, o maldición, europea que son siempre los pequeños nacionalismos “de campanario”, también paralelamente, a lo largo de la última década no ha dejado de escribir y advertir sobre los populismos y los diversos grupos xenófobos que han crecido de forma espectacular desde comienzos de siglo en muchos países europeos, desde Francia y Holanda, hasta Grecia, Hungría, Noruega, y recientemente también en España. Como no ha dejado de dictaminar, estos nuevos populismos venían desde el egoísmo, desde el crecimiento y prosperidad, no desde la penuria, la opresión, la estrechez o la indigencia. Incluso acuñó un término: “lumpenburguesía”. Si Marx hablaba de un lumpenproletariado, es decir, de un proletariado perdulario, marginal, en el sentido de explotado y cautivo pero ausente totalmente de conciencia alguna, desarraigado, y por tanto listo para ser utilizado por los populismos más reaccionarios, como fue el nazismo, a lo largo de las últimas décadas, poco a poco, en Europa, se habría ido creando una lumpenburguesía —según Magris—, una burguesía de clase media que “moral y culturalmente está brutalizada”. Que habría perdido cualquier principio de dignidad, “de decoro”, incluso de esa famosa hipocresía de “cuidar las apariencias”, que era uno de los valores que la sustentaban. Algo que, según mantiene este escritor y ensayista, antaño significó de algún modo su freno.Una lumpenburguesía que sin sentirse atada ya por las leyes, por el bien común y los ideales de la sociedad a la que se pertenece, habría preferido la exclusión, el rechazo frontal frente a los que no reconocía como portadores de los “sueños” del pequeño grupúsculo tribal en el que sí se reconocía por completo. De ahí la obsesión de encerrarse y forjar nuevas fronteras, yendo hacia atrás de lo que han sido los mejores años del crecimiento de la idea europea que unía, en vez de separar y acorralar al distinto en campos de concentración “imaginarios”. “En ocasiones —escribe en su libro Utopía y desencanto— la frontera es puente para encontrar al otro y en ocasiones una barrera para rechazarlo, una obsesión de poner a alguien o algo al otro lado”. Como sigue afirmando, para representar la identidad más profunda, más radical, muchas veces “hay que inventarla, decir que se es otro”. Es decir, fabularla, refutar, rebajar celosamente las otras identidades que se consideran nefastas e impuras y a las cuales se obsequia con todos los adjetivos peores imaginables. Adjetivos que muchas veces encarnan, ni más ni menos, que los términos surgidos de una continuada política del odio, y de la normalización del odio.
A lo largo de la última década, Magris no ha dejado de escribir y advertir sobre los populismos y los diversos grupos xenófobos que han crecido de forma espectacular desde comienzos de siglo en muchos países europeos“El alma colectiva y el alma infantil reaccionan de forma muy parecida”, diría el periodista y escritor antinazi, emigrado a Inglaterra, Sebastian Haffner, en su obra Historia de un alemán (Memorias 1914-1933). “Los conceptos con los que se alimenta y se moviliza a las masas nunca serán lo suficientemente infantiles. Para que las verdaderas ideas se conviertan en fuerzas históricas capaces de influir a las masas en general, se ha de simplificar todo hasta el punto de que las pueda comprender un niño […] La guerra como un gran juego entre las naciones, excitante y entusiasta, que depara mayor diversión y emociones más intensas que todo lo que pueda ofrecer un periodo de paz: esa fue la experiencia diaria de diez generaciones de niños alemanes entre 1914 y 1918, y se convirtió en la postura fundamental y positiva del nazismo”. “No hay nada que el hombre tema más que el contacto con lo desconocido”, dirá por su parte el gran escritor sefardí Elias Canetti, nacido en Ruse, Bulgaria, Premio Nobel de Literatura 1981, en su obra magna Masa y poder. El ser humano, según Canetti, no sería un ser social por naturaleza, ni la empatía sería el sentimiento que más lo definiría. Lo que más bien caracteriza su vida es el pánico, el temor al contacto con los otros.Si pensamos en los tormentosos y poco ejemplares años veinte y treinta del siglo pasado, que tanto se recuerdan, con indudable temor por una posible reactivación, de distinta forma pero con similares rasgos, hoy día, ¿quién era verdaderamente europeo, quién creía en la Europa fraternal, solidaria y supranacional en aquellos difíciles tiempos? Cualquiera que haya leído las publicaciones aparecidas estos últimos años de autores como Stefan Zweig, o los ensayos dramáticos y pesimistas de Joseph Roth en sus años de exilio en París, huyendo de los nazis, cualquiera que se haya acercado a los que mejor retrataron esa época de crueldad inusitada hacia una minoría fundamental durante siglos en Europa, los judíos, habrá comprobado que, como dice el escritor israelí Amos Oz en su espléndida novela autobiográfica Una historia de amor y oscuridad, ellos, los perseguidos y maltratados judíos, eran prácticamente los únicos verdaderamente europeos en aquellos momentos. Y así se definían, fieles a esa idea trasnacional, de refinamiento moral y humanista de Europa. La misma que se recuperaría décadas después, a través de la construcción actual de la Unión Europea. Pero por aquel entonces nadie se definía a sí mismo como europeo: la gente como la familia de Oz estaba rodeada de feroces y altivos patriotas italianos, húngaros, pangermánicos o paneslavos. El padre de Amos Oz hablaba siete idiomas y podía leer en 17; su madre podía expresarse sin problemas en otros cinco. Los únicos europeos de hace 75 años eran aquellos judíos cultos, fascinados por los libros, políglotas. Eran los únicos apasionados eurófilos, amantes de una Europa ilimitada y sin fronteras que, paradójicamente, luego los señalaría, los perseguiría y arrojaría con violencia fuera de ella.
Solo hay que recordar las llamadas de auxilio de escritores franceses que serían masacrados solo por ser judíos y no “nacionales”, Irène Némirovsky, sin ir más lejos, así como pavorosamente entregados por sus propios conciudadanos colaboracionistas al invasor nazi. Como demostrarían sus papeles dejados y el manuscrito de su última y excelente novela que quedaría inédita, Suite francesa, recuperados de forma azarosa e
inesperada décadas después de finalizar la guerra, Irène que se creía, de la cabeza a los pies, por encima de todo, francesa, y que llegaría a convertirse en una maestra indiscutible de la literatura de ese país, en aquellos momentos se había convertido en lo peor que se podía ser para los feroces nacionalistas, xenófobos y antisemitas. Nacida en Rusia, para ellos era simplemente una “extranjera” que había llegado para corromper la auténtica “alma francesa”, además de ser judía. Pero ella no desfalleció. Hasta el final de sus días, en las condiciones más atroces (“la vida aquí es muy triste —le escribe en una carta de octubre de 1941, desde el pequeño pueblo donde se han refugiado, a su editor en París—, si no fuera por el trabajo… Un trabajo que también se vuelve penoso cuando no se está seguro del porvenir”); decepcionada, furiosa contra muchos al sentirse traicionada (“¡Dios mío! ¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida”); con la inquietud por el destino de sus dos hijas pequeñas, con su propio y natural desasosiego, no dejaría de escribir esta última novela, de planear escenas, de apuntar comentarios en su cuaderno de notas, de apasionarse por uno u otro personaje. Era una novelista, una profesional de las letras, una amante de su oficio de los pies a la cabeza, incluso si el mundo se hundía a su alrededor.
Es necesario, una y otra vez, seguir leyendo a todos estos grandes autores. Sus advertencias y llamadas de socorro que resuenan aún de forma desesperada. Un peligroso olvido de la Historia, un echar por la borda los valores en los que se basó la construcción de una comunidad europea que de una vez por todas acabaría con los más temibles demonios de guerras y egoístas ultranacionalismos, que igualmente resumió Claudio Magris en su obra La Historia no ha terminado: “Instrumentalizado y vilipendiado, involuntariamente ridiculizado […] el justo sentido de la patria está amenazado por su abyecta caricatura nacionalista y por la regresión particularista a presuntas raíces étnicas, por el micronacionalismo de campanario incapaz de ver el pueblo de al lado y el mundo”. Ese mundo, esa idea de totalidad democrática, de valor universal de algunos de sus derechos inalienables, que siempre ha definido lo mejor de la Historia europea.