La tradición quemada
No es solo un maleficio español. El ejercicio de la libertad de pensamiento y palabra rara vez ha contado con un ambiente público favorable, o al menos no hostil. Los Ensayos de Montaigne son la piedra angular de nuestra idea moderna de la racionalidad, el escepticismo, la tolerancia, pero se escribieron en medio del gran degüello de las guerras de religión que asolaban a Francia, con su rastro de hambre y de peste. Calvino quemaba a disidentes en Ginebra igual que la Inquisición española los quemaba en Sevilla, y que el Papa ordenaba quemar en Roma a Giordano Bruno. Los Ensayos de Montaigne los tradujo por primera vez al inglés un amigo de Bruno, John Florio, que tenía por cierto también una historia de persecución: su padre era un antiguo fraile italiano convertido al protestantismo y refugiado en Inglaterra hacia 1550. Hay constancia de que Shakespeare leyó a Montaigne en la traducción de Florio, y también Francis Bacon. La cultura riquísima del ensayo en inglés procede entera de esa traducción. La cultura poética y narrativa en Inglaterra y en Estados Unidos están marcadas radicalmente por la traducción al inglés de la Biblia, la llamada King James Bible, que se publicó en 1611. Sin ella no hay Milton, ni William Blake, ni los versículos torrenciales de Walt Whitman, ni la sostenida alucinación de Moby Dick.
En una época en la que arreciaba el fanatismo religioso, un fraile andaluz de inclinaciones protestantes emprende la traducción de la Biblia. No es solo un proyecto literario. Como Montaigne o Fray Luis o Giordano Bruno, Casiodoro de Reina se jugaba la vidaLa superstición de las escuelas nacionales en literatura —un invento del siglo XIX— nos impide ver hasta qué punto una tradición está hecha de traducciones decisivas. Shakespeare se alimentaba de historias italianas traducidas al inglés: y su Julio César, su Antonio y su Cleopatra están traducidos del griego de Plutarco. Una de las obras supremas de nuestra poesía es la versión del Cantar de los Cantares de San Juan de la Cruz. Nuestra poesía amorosa procede de las traducciones de Petrarca que hizo Juan Boscán, y que influyeron tanto sobre su amigo Garcilaso de la Vega. Traducir no es solo verter en una lengua las palabras de otra: es someter a la lengua de destino a tensiones muy poderosas que si se resuelven bien acaban ensanchándola y enriqueciéndola. Góngora, siguiendo la estela de un siglo de Humanismo, amplió los horizontes expresivos del castellano al adaptar su ritmo y su métrica para encontrar equivalencias del latín.Traducción implica contacto, intercambio, mezcla, aprendizaje. La existencia misma de la traducción no se concibe sin un ejercicio muchas veces subversivo y arriesgado de ruptura de límites: los de la propia lengua, los del mundo en los que cada uno vive. En una época en la que arreciaba el fanatismo religioso en toda Europa, en un convento de Sevilla, un fraile andaluz de inclinaciones protestantes, Casiodoro de Reina, emprende quizás el más ambicioso proyecto de traducción en lengua española, el de la Biblia entera. No es solo un proyecto literario. Como Montaigne o Fray Luis o Giordano Bruno, Casiodoro de Reina se jugaba la vida. Su traducción es una proeza filológica y un empeño literario de primera magnitud, y también una aventura terrible de persecución, destierro, penuria, obstinación sobrehumana en una sola tarea. El resultado es prodigioso: toda la variedad de tonos, de géneros de la Biblia, recreados en un castellano incomparable, que todavía tiene la riqueza de La Celestina y del romancero, que habría sido una mina de inspiración tan rica como la Biblia inglesa, o como la alemana de Lutero. Casiodoro de Reina es un Cervantes secreto que tuvo que publicar su gran obra en el exilio y murió proscrito lejos de su país. La Biblia del Oso es nuestro Don Quijote de la Mancha invisible.
Yo no me canso de leerla. Por catorce euros se puede comprar una edición sólida y llevadera en la Sociedad Bíblica. Va siendo hora de que acaben los cuatro siglos de exilio de Casiodoro de Reina.