El pensamiento pudre las ideas
La edad de la ignorancia
María Alcantarilla
Visor
84 páginas | 12 euros
El título de esta reseña es un verso de este libro de María Alcantarilla (Sevilla, 1983). En otro dice: “Más tristes son las mentes empeñadas en la idea”. Pensamientos, ideas (podridas): no sirven para escuchar cómo un árbol agrieta la tierra y la empapa; ni para apagar los incendios cotidianos que queman todas las certezas; ni para combatir el miedo primigenio de ser una quien es; ni para dialogar con los fantasmas que la habitan a una; ni para convocar a la existencia a la hija que no se tiene (hasta en tres poemas habla con ella). Una “lógica desierta” gobierna la vida de quien, contra la tiranía de las evidencias impuestas desde fuera (esa conceptualización del mundo que las distintas instancias de poder nos hacen tragar en forma de píldoras para adormecernos y tenernos a su disposición), intenta comprender lo que es y situarlo en el “aquí” que le corresponde. Quizás pueda ayudarle a una la lluvia que cae, las hormigas que desfilan, un coche familiar, un colchón, una cuerda o las canicas que ruedan (las cosas en rebelión contra la idea que las despoja de su ser pudriéndolas también a ellas), pero más todavía volver al balbuceo (no está claro que sea posible) porque dentro de él el acto de nombrar pierde arrogancia, se subordina al flujo de la existencia y, al hacerlo, vuelve a abrirse a las preguntas esenciales.
María Alcantarilla no sabe en este libro quién es y eso la pone triste, la enrabieta, la obliga a dar manotazos a diestro y siniestro (al yo y a los otros, a la verdad y a su estar compulsivamente expidiendo certificados de autenticidad, a las personas del género y sus múltiples máscaras, al tiempo y al destiempo) y la sume en un estado de perplejidad que empieza rozando fronteras metafísicas y epistemológicas que se van difuminando hasta llegar a ser emocionales y existenciales. Por eso usa tantos verbos en infinitivo (un modo de contener su natural expansión incontrolable hacia el pasado y hacia el futuro) y se interroga en voz alta (a veces como mujer y a veces como hombre) sobre tantos asuntos: “¿Quién puede construir otra verdad / que se parezca a todas las verdades?”; “¿quién me tiene?”; “a quién interrogar, pedir asilo”; “¿A quién le otorga un árbol su poder?”; “¿A dónde puede el cuerpo regresar cuando es mayor / y ya no cabe en los sueños ni en la ropa?” Indecisiones, dudas, el lenguaje que hace malabarismos para alcanzar lo inalcanzable (“Nombrar alcanza” asegura Idea Vilariño al inicio de este volumen, pero nuestra autora no está convencida del todo de eso), obstrucciones, afasias, temores, la necesidad de detener la duración, plenitudes que no ríen, fisuras, ausencias (la principal de ella, como ya se ha apuntado, la de la hija que no se tiene pero a la que se alumbra en varios poemas estremecedores que vertebran tres de las cuatro partes de La edad de la ignorancia): con estos materiales María Alcantarilla se declara no capacitada para nada que no sea la desposesión (de sí misma, para empezar), la negación (de casi todo, incluso de lo que afirma) y la denuncia de los simulacros que nos roban la relación piel a piel con lo que es. Pero al final del mismo hay un ángel, hay un grano de esperanza y está la ternura, una santísima trinidad laica sobre la que apoyarse para volver a fundar lo real. Un libro donde el pensamiento, en vez de pudrir las ideas, les devuelve su condición de semillas, las planta y nos enseña a regarlas, que es lo que la gran poesía lleva haciendo desde siempre.