Pontífice de la aventura
Cuentos completos I (1893-1902)
Jack London
Trad. Susana Carral
Reino de Cordelia
832 páginas | 36,95 euros
Jack London (nacido como John Griffith Chaney) vio su primera luz en San Francisco en enero de 1876 y falleció de disentería en Glen Ellen (California) cuarenta años largos después, en noviembre de 1916. Fue, por lo tanto, breve su paso por la vida, pero le dio tiempo a escribir una treintena de novelas y 197 cuentos, pasando a los manuales de literatura universal como el máximo exponente de la narrativa aventurera, a la altura de nombres tan representativos de ese subgénero como su compatriota James Fenimore Cooper, el francés Alexandre Dumas o los británicos Robert Louis Stevenson o Arthur Conan Doyle, por citar tan solo cuatro nombres imprescindibles en la historia de la novela de aventuras.
La Universidad californiana de Stanford publicó hace unos años una edición magistral —desde el punto de vista ecdótico— de los relatos breves de London en tres formidables volúmenes, que son la base sobre la que Reino de Cordelia ha trabajado para ofrecernos, también en tres volúmenes, la totalidad de los cuentos del autor norteamericano. Acaba de aparecer el primero de esos volúmenes, con los 87 primeros cuentos de London, escritos entre 1893 y 1902, es decir, entre sus diecisiete y veintiséis años de edad. No tardarán en salir los dos tomos restantes, siempre vertidos al castellano por una de nuestras mejores traductoras, Susana Carral, de manera que pronto podrán alinearse en las estanterías de las bibliotecas de todos aquellos que admiramos a London más allá de toda medida —que somos legión— las tres voluminosas entregas que constituyen su narrativa breve completa, unas 2.500 páginas señoreadas por la diosa Aventura, de la que fue pontífice incontestable. De momento puede encontrarse en librerías el tomo I de ese magnum opus, que comprende los cuentos escritos durante la adolescencia y la primera juventud, dando cuenta de su experiencia juvenil como marinero rumbo a Japón a bordo del barco mercante Sophia Sutherland y su posterior búsqueda de oro en la gélida Alaska, donde estuvo a punto de perder la vida por las condiciones extremas que tuvo que padecer nuestro cuentista aventurero. Siguiendo la estela marcada por su autor, los personajes de Jack London se ven invariablemente abocados a situaciones límite, cuando no cercados por un enemigo inflexible o por una naturaleza inmisericorde que los someten a las más duras pruebas, incluida, por supuesto, la amenaza de muerte.
Entres estos primeros relatos londonianos está, por ejemplo, la primera versión de «Encender una hoguera», uno de sus cuentos más impactantes, que disfrutó de una segunda y definitiva versión en 1908, que es la que ilustró Raúl Arias en 2011 para la editorial Rey Lear con una maestría insuperable. Pero los 86 restantes no tienen desperdicio y revelan el talento del primer London, que ya entonces hacía gala de una pasmosa facilidad narrativa y de esa complicidad fuera de lo común que ha hecho que crezca, de forma exponencial, a lo largo del tiempo su club de fans (alimentado, como tantas otras veces, por su gran difusión en Francia a partir de los años sesenta del siglo pasado, como ocurrió con la canonización planetaria de Edgar Allan Poe en los sesenta del siglo XIX a raíz de las traducciones de Baudelaire). Pocos escritores ha habido, sin asomo de duda, en la logia mayor de las letras universales, de tan brillante y directa comunicación con el lector como John Griffith Chaney, más conocido por su nom de guerre de Jack London. No me olvido de su enorme calidad como novelista en títulos como La llamada de la selva, El lobo de mar o Colmillo blanco, pero no hay duda de que como cuentista es uno de los más grandes de todos los tiempos, compitiendo con Borges, Maupassant, Chéjov y Poe por una posición hegemónica en la cumbre más alta de la narrativa breve mundial.