Una deuda de honor
Ella se llamaba Sofía, naturalmente. Y parecía de una pasta distinta a la de la mayoría de las heroínas de las novelas que había leído en el instituto como Ana Karenina o Emma Bovary, con las que yo, entonces, tenía mis más y mis menos.
La historia arranca en una hermosa mansión habanera. En la casa vivían tres huérfanos adolescentes, casi niños, libres de cualquier vigilancia adulta y ajenos a las turbulencias de la época. A finales del siglo XVIII, las logias masónicas y las sociedades secretas florecían por todas partes. Un día, en pleno aguacero torrencial, llama a la puerta un curtido marinero parisino, llamado Victor Hugues, aventurero, masón y emisario de Robespierre para más señas.
Así irrumpe de lleno la Revolución en la vida de los tres protagonistas. Y con la Revolución, las abstracciones peligrosas, el afán por descubrir mundos, el deseo de aventura, la Historia, la amistad, la traición, la pasión por las ideas… En la sensualidad de las tardes del trópico, el revolucionario francés descubre además otra clase de fuego, también devastador, en los ojos demasiado vivos o demasiado verdes o demasiado criollos de una muchacha de 17 años.
Era más o menos la edad que yo tenía por aquel entonces. Estaba en mi primer curso de Facultad. Santiago de Compostela, una ciudad antigua, como La Habana vieja. Un piso de estudiantes donde por primera vez vivíamos a nuestro arbitrio. Plena Transición. La revolución en la calle y, en cada esquina, por descontado, un Victor Hugues, jacobino o trotskista, con trenca azul marino y barba de bucanero, que hablaba en las asambleas y lo sabía todo del marxismo-leninismo. El siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, fue mi bautismo de fuego. Pensé que esa novela estaba escrita para mí, para nosotros, que no queríamos envejecer traicionando sueños.
Alguien había subrayado a lápiz la frase: “Son los creyentes ilusos, los calvinistas de la idea, los que levantan las guillotinas”. Victor Hugues no era un creyente iluso. Tenía una mente ágil y despierta, pero tan absolutamente politizada que acabó siendo servil hasta el fanatismo. También yo vería a algunos jóvenes corsarios convertirse en comisarios políticos.
Pero Sofía no estaba hecha para defender dogmas de fe. Tampoco para destejer tapices por la noche. A ella, como dije, le ardía algo en los ojos. Había que seguirle los pasos. La novela acaba en la calle Fuencarral de Madrid el 2 de mayo de 1808. Ya de madrugada cerré el libro con sumo cuidado y esa clase de agradecimiento que merecen los personajes que nos salvan de algo. Sospecho que su rastro anda disperso por cada una de mis novelas. A ella le debo cierto romanticismo oscuro y la certeza de que entre la espada y la pared, siempre podría elegir la espada.