Cuando baja la marea
Lo seco
Isabel Bono
Bartleby
70 páginas | 12 euros
La niña con gafas no le tenía miedo a nada. Eso dice un poema de este libro de Isabel Bono (Málaga, 1964) donde también se recuerda soñándose como marciana, adivinando el futuro en el ladrido de los perros, sorprendiéndose de que las babosas negras brillaran “para nada”, o sucumbiendo al chantaje que le hacía “una alcayata desnuda en la pared”. La niña con gafas era una buena salvaje haciendo de las suyas en un descampado, es decir, alguien cuya alma, lejos de ser una construcción de la conciencia o de la sociedad, era fruto de su rozarse con las zarzas, con el trapo de un tendedero (emblema de un vacío al que se puede mirar a los ojos), con la sal adherida a los hombros y “a merced de cualquier lengua”, con la “hiedra / cubriendo un tronco seco”, con el sonido que hace “una brizna de hierba/ al caer en el fondo de un pozo”, con la cal de las paredes. Las cosas y el mundo antes de ser las cosas y el mundo de las palabras o el pensamiento. Las cosas del mundo abriéndose camino dentro de una mientras se apedrean farolas o a otras niñas porque no se puede apedrear el dolor: ese “escarabajo herido / que nos bajaba por el esófago / los días de lluvia”, eso que nos convierte en reptiles sin memoria, ese sentimiento que pone una pátina de polvo sobre los objetos para unificarlos y confundirlos, ese erizo que condecora nuestra piel con sus púas, o eso que cualquier día nos obliga de repente a hacernos responsables de lo que somos; y porque el verano acabará siendo sustituido por el poema del verano, ese lugar donde el sol queda oscurecido y enfriado y donde las abejas ya no son insectos alegres sino mensajeras crueles del “vértigo de no saber, de no entender/ qué era la vida”.
A la niña con gafas alguien le vaticinó que nunca serviría para nada. Y se ha cumplido. Porque Isabel Bono practica una escritura de la demolición (de lo útil, de lo consabido, de lo sancionado como correcto, de lo verdadero) que habla de los cercos que va dejando el tiempo (el de los cuadros en una pared, el de los vasos en una mesa, el de los cuerpos sobre los colchones o de una sombra en la escalera), de los acontecimientos sorprendidos en el momento de disiparse, de las ruinas de la emoción. Habla de lo que no se suele hablar para contarlo o descontarlo de otro modo. Además, cercos, disipaciones y ruinas, gracias a su delicadeza entomológica y presocrática, se transforman así en revelaciones, en modalidades de la espera creativa, en preguntas que atienden respetuosas y hondas a los requerimientos del verbo “flotar” o del verbo “bailar” pero no, como hubiera sido más lógico, a los del verbo “preguntar”. Nada de metafísica, ni siquiera encubierta, sino pura física: un martillo cayendo sobre las tres y cuarto de la tarde, sobre la cabeza hueca de una o sobre el miedo que la comía por los pies. Un martillo para destruir el tiempo (y la nada que se embosca en él) en manos de quien, inservible para lo provechoso, ha decidido reconstruirlo a su manera.
Lo seco es un libro que habla del pasado como si estuviera volviendo a pasar. Está ahí, ese pasado, como cimiento de una casa que se ha fugado, pero ese cimiento es más habitable que el edificio que sustentaba. Isabel Bono, la niña con gafas (quién se hubiera merecido ser de su pandilla), dice en uno de los últimos poemas que “todo nos pertenecía cuando bajaba la marea”. Pues bien, la marea ha bajado, todo nos pertenece y la poesía nos devuelve los restos de lo que fuimos (esta vez para siempre).