Humanismo radical
A sus noventa años, que cumplió el pasado noviembre, Emilio Lledó es no solo uno de los grandes pensadores españoles de nuestro tiempo, sino también una figura justamente reconocida por sus cualidades pedagógicas y humanas que además de haber escrito libros fundamentales como La memoria del logos, El silencio de la escritura o El surco del tiempo, proyecta una imagen de ejemplaridad en todos los órdenes. Su influencia, como demuestran la reedición de sus obras y su presencia en el espacio público, trasciende el ámbito académico en el que se ha desenvuelto su itinerario profesional, sigue extendiéndose a los lectores más jóvenes y nos habla de un filósofo que ha sabido hacer compatible el oficio de pensar con la atención a los problemas del mundo.
En conversación con Fernando Delgado, Emilio Lledó recuerda su infancia, la relación con el padre militar, la primera vocación artística, los duros años de la Guerra Civil, su doble iniciación en la filosofía y las lenguas clásicas o la etapa decisiva de su formación en Alemania, adonde se fue sin conocer la lengua, pero también su idea de la amistad o el amor, experiencias dolorosas como su temprana viudedad, el cuidado de los hijos de los que fue “padre y madre” y las emociones derivadas de su fecunda dedicación a la docencia. A la altura de su edad, Lledó mantiene intacta su devoción por el lenguaje, rechaza la pulsión separatista de los nacionalismos y defiende el cultivo de la memoria. Su estética, como señala Delgado, no es adorno sino esencia, y responde a una forma de vida profundamente ética que traduce el compromiso del pensador con su tiempo.
Antiguo alumno de Lledó en la Universidad de Barcelona, Manuel Cruz evoca la viva impresión que el catedrático de Historia de la Filosofía dejó en los estudiantes, por su forma literal de encarnar la tarea filológica como amor a la palabra y por la gran variedad de cuestiones que abordaba en sus clases, plasmadas en libros ineludibles que dan fe de sus anchos intereses. A juicio del discípulo, el hecho de que el discurso de Lledó, de honda raíz humanista, responda a un modelo que algunos juzgan anacrónico, no revela otra limitación que la de quienes no han entendido su permanente vigencia. Otro antiguo alumno, Juan Cruz Ruiz, en este caso del periodo inmediatamente anterior en el que Lledó profesó en La Laguna, se refiere a don Emilio como un maestro generoso y atento que ejerce, además, como ciudadano radical, en el sentido de que no transige con la sinrazón o la injusticia, denuncia las derivas erradas de la política y apela a la responsabilidad que nos permite ser libres. De uno de sus aludidos intereses, la escritura, ofrece Antonio Avendaño una mínima antología de pasajes en los que este “filósofo con media docena de patrias” habla de aquella en relación con el tiempo, la muerte, el poder, la memoria, la lectura, la oralidad, el olvido o el silencio.
Con razón dice Elvira Lindo, su vecina y ocasional compañera de paseos, que si hubiera muchos intelectuales como Lledó el nuestro sería un país bien distinto, no solo por la discreción, la cortesía y la cordialidad de sus maneras, tan alejadas de la agresividad y la petulancia que distinguen a otros integrantes de la república de las letras, sino también por la contundencia —la palabra es, de nuevo, radicalidad— en asuntos como la necesidad de una educación igualitaria o la creencia en la capacidad transformadora de las humanidades, cuyo estudio concierne a todos incluyendo a los más desfavorecidos.