Un vasto territorio
Una de las patrias más frecuentadas por Emilio Lledó es la del lenguaje, y dentro de esta la región de la escritura: de sus solitarios ‘paseos’ por ella se ofrece aquí una breve muestra
Un profesor de instituto de una ciudad manchega, buen amigo de Emilio Lledó aunque treinta años más joven que él, suele recomendar a sus alumnos de Bachillerato que busquen en internet un programa de Televisión Española llamado ‘Pienso, luego existo’ donde entrevistan al pensador. Quienes han seguido su recomendación nunca se han arrepentido de ello. Esa pieza de la televisión de apenas 30 minutos ha sido, paradójicamente, la extraña puerta por la que muchos de esos alumnos han llegado a los libros de Lledó. A la filosofía por la televisión. El autor de El surco del tiempo ha dicho en alguna ocasión que nunca ha creído que una imagen valga más que mil palabras, pero no por ello se ha mostrado apocalíptico ante la proliferación incontenible de imágenes que la tecnología de nuestro tiempo arroja cada día al ciberespacio. Precisamente, una de las cualidades del pensamiento escrito y la palabra hablada de Emilio Lledó es la ausencia premeditada de énfasis, y todo presagio apocalíptico lo es.Lledó es un pensador tranquilo, de llanuras más que de abismos o despeñaderos. Su pensamiento fluye sin prisas como los meandros de un río en la planicie y tiene la virtud de apaciguar más que exaltar: apaciguar en el buen sentido de la palabra, apaciguar en el sentido en que lo hace la lectura de un libro que nos inmoviliza en el sillón.
Nacido en Triana hace 90 años, Emilio Lledó pertenecería a esa privilegiada estirpe de sevillanos que no lo parecen, o más bien que no se lo parecen a quienes creen que el sevillano auténtico es Manuel Machado y no su hermano Antonio. Lledó es más de Antonio que de Manuel: un sevillano al que no le parece especialmente importante haber nacido en Sevilla; en verdad, ni en Sevilla ni en cualquier otra parte.
Cuando a Lledó le otorgaron en 2003 el título de Hijo Predilecto de Andalucía, hizo un discurso en el cual se preguntó cuál era su patria. Pues bien, mencionó algo así como media docena de patrias: la de Salteras donde pasaba los veranos de su infancia con su madrina Fernanda; la patria del río Neckar que fluye junto a Heidelberg donde pasó diez años con su esposa Montse; la patria del río Pisuerga en Valladolid, la del monte Teide en Tenerife, la de “la suave curva del Mediterráneo, en las costas de Barcelona”, pues en los tres lugares fue profesor; la de los años que pasó en Berlín, y por supuesto la patria de “la lengua y el mundo real o literario que la cobija”. Debería haber más gente con media docena de patrias.
Lledó es un pensador tranquilo, de llanuras más que de abismos o despeñaderos. Su pensamiento fluye sin prisas como los meandros de un río en la planicie y tiene la virtud de apaciguar más que exaltar: apaciguar en el buen sentido de la palabraAunque el planteamiento se hace más explícito en La memoria del logos, desde los comienzos de su andadura como filósofo que escribe, Lledó no ha cesado de preguntarse cómo vivir, para qué pensar, cómo puede el lenguaje transmitir la verdad, qué es la escritura, cómo puede la educación mejorar a los hombres… Los patriotas de una sola patria no suelen hacerse preguntas así.Emilio Lledó ha reflexionado de modo particularmente esclarecedor sobre la patria del lenguaje y, dentro de ella, sobre esa frondosa región llamada escritura: un vasto territorio a la vez concreto y abstracto, a un tiempo palpable y espectral, el lugar de la memoria pero también del olvido. Sobre esa patria específica de la escritura que tanto ha frecuentado en su itinerario filosófico, se ha seleccionado aquí un puñado de fragmentos entresacados de sus libros y entrevistas.
Escritura y tiempo. “La escritura representa la posibilidad de oír otra voz que no sea la propia, o la del otro que, desde el mismo presente, nos habla […]. Las letras obran el prodigio de rescatar el tiempo de su irremediable fluir, de su inmersión en el pasado y mantenerlo vivo, convertido incluso en futuro; porque bajo la forma de escritura todo tiempo es ya futuro, a la espera de un posible lector” (El surco del tiempo).
Escritura y muerte. “Más duro que la muerte es el olvido. Éste podría ser el lema que sobrevuela los orígenes de la cultura europea. […] Ser inmortal era parar el río de la vida, cuyo ser es, precisamente, fluir. El primer poeta, Homero, había intuido certeramente este hecho: ‘Cual la generación de las hojas, así la de los hombres’. [Pero] otra intuición poderosa vino a levantarse contra el río de la vida que no puede ni debe parar. Las hojas caídas, las generaciones de los hombres que no hubieran tenido un cantor que las ensalzase, que no hubiesen alcanzado la palabra, habrían sufrido algo peor que la muerte. Reconocer que se es efímero y poderlo decir era la única forma humana de inmortalidad” (El despertar de la memoria).
Escritura y poder. “El ejercicio del poder, en el nuevo ámbito político en el que viven los hombres, empieza a ejercerse a través de una sutil forma de dominio: la ley escrita […]. La autoridad que la palabra expresa no es ya la arbitrariedad de una voluntad excluyente, sino el espacio histórico donde un posible lector o intérprete, en el acto de asumir esos signos, está incorporando su propia voluntad y racionalidad a la de la ley” (Lenguaje y memoria).
Escritura y memoria. “Fármaco, efectivamente, para la memoria, la escritura traslada a los ojos el medio natural del lenguaje, que es el oído. Esta transformación del sonido en signo visual, es una de las características esenciales de las letras. Por eso son fármaco para la memoria. Son un producto artificial que, sin embargo, suple, con su independencia del tiempo y del individuo que las crea, las limitaciones de ambos” (El surco del tiempo).
Escritura y lectura. “La lectura es uno de los más extraños prodigios de la memoria y de la vida. De una manera aún más sutil que la oralidad, el acto de leer supone el encuentro de dos singularidades […]. El espacio material de unas letras, que la vista recorre, produce la iluminación teórica más importante del espíritu humano” (Elogio de la infelicidad).
Escritura y oralidad. “La escritura es la única posibilidad de romper el cerco del presente […]. El tiempo de la oralidad y el tiempo de la escritura corresponden a dos temporalidades distintas. La de la oralidad es inmediata: tú me preguntas y yo respondo; dialogamos… Pero la escritura responde a una temporalidad mediata, donde intervienen otras mediaciones distintas a la insistencia de la pregunta y de la respuesta” (Dar razón. Conversaciones).
Escritura e imágenes. “La cultura escrita no creo que esté en peligro, a pesar del predominio de aquellos otros medios de comunicación que producen, fundamentalmente, imágenes para los ojos […]. La escritura ha sido durante más de veinticinco siglos la conservadora y nutridora del territorio más fecundo y creativo en el dominio de la actividad humana: allí donde el hombre es más intensa y profundamente hombre […]. Si la cultura escrita desapareciese, no solo desaparecería buena parte de nuestra memoria colectiva, sino nuestro mismo presente. Sometidos a un presente sin ecos, acabaríamos esclavizados por esa potencialidad de las imágenes que convertiría la oralidad en puro ruido” (Dar razón. Conversaciones).
Escritura y olvido. “El texto es una mezcla de memoria y olvido […]. Olvido, porque esos textos, que conservan en su grafía los rasgos del tiempo en que fueron creados, solo pueden vivir en la conciencia del otro, en la iluminación que aporta los latidos reales del real tiempo en el que el lector alienta” (El surco del tiempo).
Escritura y silencio. “[Durante la lectura] el silencio permite, paradójicamente, reconstruir la voz que no responde a ningún otro estímulo perceptible que el deseo de oírla” (Imágenes y palabras).