Una semblanza de Juan Rulfo
Siempre tuvo un aire de poseído, y a veces se percibía en él la modorra de los médiums: andaba a diario como sonámbulo cumpliendo de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta. Con el oído atento, dejaba pasar todos los ruidos del mundo, en espera de la palabra precisa que otra vez habría de ponerlo a escribir, como un telegrafista en espera de su clave.
Para eso de las entrevistas, era como los arrayanes y los naranjos que se dan en Comala. Cuando le hice la primera pregunta en enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba lastimosamente. Hasta que al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seco y ardiente como un comal, áspero y duro como pellejo de vaca. Eso fue hace sesenta y dos años, entonces Rulfo era gordito y le gustaba mucho agarrarse de las ramas de los árboles de la Colonia Cuauhtémoc. Después se hizo famoso y eso ya no le gustó ni tantito, porque la fama ataranta, persigue, hace daño. Pero en esos años, cuando caminaba por las calles de Tíber, de Duero, de Nazas y Guadalquivir no se le veía por ningún lado la tristeza. Al contrario, se reía hasta con el perro. Ahora, creo, no hay ni esperanza de perro en el Paseo de la Reforma, entonces Rulfo tenía fijación en ellos. Caminaba, platique y platique por los ríos de la colonia Cuauhtémoc.
Años más tarde lo encontré compungido en una que otra cena en su honor. En una, en la Embajada de Italia, dedicada a Alberto Moravia y Dacia Maraini, una admiradora se acercó a preguntarle: “Señor Rulfo, ¿qué siente usted cuando escribe?” y casi sin levantar los ojos gruñó: “Remordimientos”.
Tras su apariencia arisca, su flacura, su hablar lacónico y entelerido, sus manos y su rostro huidizos, se levantaban los anaqueles de una de las bibliotecas más eruditas de México y la colección de música medieval, sacra y clásica más completa que pueda imaginarse melómano alguno.
Lo recuerdo en la Biblioteca Central de Colonia, a las ocho de la noche del 14 de noviembre de 1984. Rulfo leía muy despacio —los anteojos cayéndosele— los cuentos “Talpa”, “No oyes ladrar los perros” y “Luvina”. El salón, lleno hasta en su rincón más alejado, hizo que muchos oyentes permanecieran de pie recargados en los muros; jóvenes cubiertos con mascadas y boinas contra el frío, mujeres de cabello blanco, señores de traje gris y camisa blanca que antes dejaron abrigos y bufandas en el guardarropa. Una muchacha le dio un ramo de flores y él, pálido, delgadísimo, frágil, le sonrió desencantado. ¡Qué trabajo, vivir! Cuando entró, descreído, a ocupar su lugar frente al público, todos se pusieron de pie.
Leía deteniéndose la frente con la mano delgada y transparente, la voz triste.
Cuando dejó caer la voz, se quitó los anteojos y cerró el libro, todos se levantaron al unísono como si fueran a pedirle la bendición pero en lugar de eso lo ovacionaron.
Apenado de ser quien era, apenado por los aplausos, Rulfo se encogió para escribir dedicatorias con su letra aplicada. Alguien se compadeció: “con que solo ponga su nombre”. Él sonreía. “No, tengo que darles las gracias, ¿cómo voy a apuntarle nomás mi nombre si usted se molestó en salir bajo la lluvia y venir hasta acá a oírme?” La gente aguardaba en silencio, con un respeto infinito. Irreflexivamente arranqué de mi bloc una hoja y se oyó como una desgarradura en el aire, un telón de fondo apuñaleado, nunca olvidaré la mirada negra de su agente literaria alemana, Michi Strausfeld. Más que escuchar a Rulfo, más que esperar su turno para la firma, los concurrentes parecían estar orando.