Librería Fahrenheit
Miren ahora alrededor: las ventas de libros caen en picado, las librerías cierran, los lectores son cada vez más escasos, las bibliotecas municipales luchan con presupuestos miserables para mantenerse abiertas. Hablen con los escritores cuando dejan el micro y no suenan los aplausos. Hablen también con los libreros, los editores y los agentes literarios. Oirán otro discurso: frustración, desánimo, ahogos económicos, pesimismo… Y la voluntad férrea de aguantar. ¿Por qué? Porque aman lo que hacen. Porque adoran los libros. Porque no conciben su vida sin ellos. También, dirán muchos, porque no saben hacer otra cosa. Esa es su profesión, su vocación, su don, su sino. Una razón tan buena como las anteriores.
En mi casa hay libros en todas las habitaciones: en los dormitorios, en el salón, en la cocina y en los baños. Hay libros descartados, que se apilan en la entrada. Hay libros bajo las camas, en los bordes de la bañera, sosteniendo el televisor. Algunos no los leeré nunca y otros los he leído varias veces. Hay libros que he traducido y libros que he escrito. Formo parte de una profesión que boquea agónica. Y estoy harta de las bellas palabras sobre la literatura, los libros y las librerías. A estas alturas empiezan a parecer elogios fúnebres.
Por favor, no hablemos más del valor de la lectura. ¡Hablemos de las historias que cuentan los libros! Mejor que regalar un libro es hablar sobre él. Compartamos lo que hemos leído, discutamos sobre los protagonistas, sobre sus acciones, sobre las consecuencias de sus actos, sobre las ideas de los ensayos, sobre la fuerza o debilidad de los poemas…
Arrojen lejos los libros que les disgusten. Si el autor está a mano, díganle lo que no les ha gustado. Los libros son seres vivos, llenos de voces, pero hay que abrirlos, escucharlos, discrepar, asentir… Hay que contarlos.
¿Recuerdan Fahrenheit 451? Ray Bradbury describe un futuro donde los libros son quemados y su posesión es castigada con la destrucción de la casa del infractor por el fuego. Pero a nadie parece irritarle no poder leer. Solo pequeños grupos de resistentes se esconden fuera de las ciudades. Para evitar llevar consigo nada que los comprometa, cada uno memoriza un libro que desea recordar: La República, de Platón; el Eclesiastés; Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift… Luego lo queman. Hay personas que memorizan solo un capítulo o un par de poemas.
Bradbury no podía imaginar que el futuro llegaría repleto de libros, pero inanes como conchas rotas en la orilla de la playa. Se equivocó, pero hoy tiene especial fuerza el final de su novela. Montag, el protagonista, se une a los resistentes. Al ver su expresión de asombro ante el aspecto inofensivo de los clandestinos, uno de ellos le explica que son “vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro”. Y le pregunta si le gustaría leer a Marco Aurelio. Cuando Montag asiente, le señala a un anciano que camina junto a ellos: “El señor Simmons es Marco Aurelio”.
Esa es mi librería ideal, formada por hombres, mujeres y niños que cuentan con pasión lo que han leído. Y, al hacerlo, sus voces prenden vida a Borges, a Maquiavelo, a Sendak, a Darwin, a Shopenhauer, a Homero, a Conrad…