No hay serpientes en Islandia
Desde hace siglos, sostenido por una ilustre tradición, el humor inglés mantiene su rasgo más destacado: un refinamiento intelectual que no está reñido con la chocarrería
A mediados del silgo XVIII Londres era una ciudad cochambrosa. París era aún más cochambroso, pero allí la gente de posibles se mantenía alejada de la inmundicia. En París, la vida intelectual, salvo alguna excepción, como Rousseau, que era un perdulario, florecía a la sombra de la nobleza, en Versalles, en Fontainebleau y, si las cosas iban mal dadas, en la cárcel. En Londres, los intelectuales, también con excepciones, procedían de la clase media, muchos de ellos habían recibido una educación clerical y se ganaban la vida en una bucólica rectoría, ejerciendo un sacerdocio benévolo, más dado a la comprensión y la sorna que al anatema; otros vivían a salto de mata y sentaban cátedra en ruidosas tabernas, impregnadas e impregnados de vahos alcohólicos. Los dos ambientes eran propicios al humor y al ingenio.Aunque parezca un tópico, unos y otros habían aprendido el humor y el ingenio leyendo el Quijote. Antes del Quijote el humor se reducía a una burla más o menos cruel, aderezada con elementos procaces y escatológicos. Rabelais, Chaucer y Boccaccio son sus representantes más ilustres. Las comedias de Shakespeare, desde el punto de vista del humor, dejan mucho que desear, y sus bufones, salvo Falstaff, si entra en esta categoría, son bastante vulgares. El Quijote pasa el humor popular por el filtro del Renacimiento. Los ingleses y los franceses entienden la operación y hacen suyo el resultado. Las diferencias, sin embargo, son importantes: el ingenio francés, en la medida en que está vinculado al poder, es un humor crítico, de corte y de alcoba, de finta y florete; el humor inglés, por el contrario, vive de espaldas al poder, es crítico con las costumbres y la naturaleza humana, no con la autoridad, y cuando se vuelve agresivo, da puñaladas traperas. El iracundo Samuel Johnson: “El patriotismo es el último reducto de los canallas” o “Señor, su esposa, con la excusa de que regenta un burdel, se dedica al contrabando”. Dardos, no obstante, excepcionales. El ingenio inglés es tranquilo y se practica entre amigos, sin más finalidad que animar la conversación y divertir a la concurrencia. A lo sumo, encierra una pequeña verdad, y no intenta ser didáctico ni pretencioso. Jonathan Swift, deán de la catedral de San Patricio, en Dublín, y autor de Los viajes de Gulliver: “Todos queremos vivir muchos años, pero nadie quiere llegar a viejo”.
Obviamente, el humor inglés va ligado a la lengua inglesa, pero su circunscripción territorial no es tan obvia. Ilustres representantes son irlandeses: Swift, Sterne, Sheridan, Bernard Shaw y Oscar Wilde, sin olvidar a James Joyce e incluso a Beckett. En los Estados Unidos también se da lo que llamamos humor inglés, pero allí recibe fuertes influencias de otras idiosincrasias, especialmente del melancólico humor judío.
Antes del ‘Quijote’, que introduce el filtro del Renacimiento, el humor se reducía a una burla más o menos cruel, aderezada con elementos procaces y escatológicos. Los ingleses y los franceses entienden la operación y hacen suyo el resultadoLa edad de oro del humor inglés es el siglo XVIII. Quizá como reacción a las asfixiantes tragedias isabelinas, que dejaban el escenario sembrado de cadáveres, el teatro y la literatura inglesa dan un vuelco hacia la comedia y el ingenio, o, por decirlo en un término preciso, al wit. El wit es una aptitud, y también la persona que la posee y la practica. En términos literarios, el wit es el arte de expresar algo inteligente de un modo breve y divertido. Su representante más conspicuo es el doctor Johnson, ya citado. De familia humilde, nació en 1709, al morir dejó un diccionario, un importante estudio sobre las obras de Shakespeare y numerosos ensayos sobre temas diversos, pero si hoy es recordado es porque otro escritor, James Boswell, escribió una biografía en la que recogió día a día y al pie de la letra sus abruptas salidas. Johnson no solo cultivaba el wit, sino otra forma característica del humor inglés llamada deadpan, un concepto difícil de traducir pero fácil de ilustrar, tonterías dichas con seriedad y un punto de solemnidad. En una ocasión el doctor Johnson se ufana de haber aprendido de memoria un capítulo entero de la Historia Natural de Islandia. El capítulo LXXII, “Sobre las serpientes”, que dice así: “No hay serpientes en Islandia”. Y en otra decía: “Cualquier individuo tiene derecho a exponer lo que considera la verdad y cualquier otro tiene derecho a partirle la cabeza por haberlo expuesto”.Lo admirable del humor literario inglés es que se mantiene firme cuando en el continente europeo la ironía, que había alcanzado tanto esplendor con la Ilustración, es decapitada por la Revolución francesa y reemplazada por el Romanticismo, con sus desvaríos, sus tendencias suicidas y su empeño por tomarse en serio los vaivenes sentimentales propios y ajenos. Los escritores ingleses dejan claro que pueden sufrir como el que más, pero no abandonan el humor. Jane Austen nace un año después de la publicación de Werther, la novela romántica por excelencia y la más influyente, y ni ella ni sus personajes ignoran la existencia de esta corriente tempestuosa, pero su mundo es el opuesto: adolescentes de clase media y pocas luces que hacen el ridículo persiguiendo a un chico guapo, bueno y, a ser posible, rico. Una resistencia a la moda no siempre bien interpretada y a veces irritante. Mark Twain: “Cada vez que leo Orgullo y prejuicio siento deseos de desenterrar a la autora y golpearle la calavera con su propia tibia”. En realidad, Jane Austen no tenía nada de ingenua, y quizá por su influjo el humor pasó a ser una parte integrante y casi obligatoria de la novela inglesa, frente a la seriedad de la novela realista continental del fructífero siglo XIX. Hay algo de insularidad heroica en el empeño por divertir que encontramos en lord Byron, en Dickens o en George Eliot, si los comparamos con sus adustos contemporáneos.
Ahora toca hablar de los Estados Unidos. Ya he mencionado las influencias de otras culturas, pero hay algo más. El humor inglés surgió en una sociedad muy rígida y jerarquizada, donde sobraban motivos de burla, tanto por lo que se refiere a las clases sociales como a las costumbres y ceremonias. Las novelas de P. G. Wodehouse (Jeeves) o las de Richmal Crompton (Guillermo Brown) solo pueden surgir de una sociedad afectada por una resignada y amable esclerosis. La sociedad norteamericana siempre fue lo contrario y su humor es más directo y más salvaje, aunque no falten ejemplos de humor típicamente inglés. Así Ambrose Bierce: “Que los avestruces tengan las alas atrofiadas no se puede considerar un defecto, porque, como es bien sabido, los avestruces no vuelan”. Más adelante, el humor americano encontró un vehículo idóneo en el cine, cosa que no ocurrió en Inglaterra. Aunque la aportación inglesa al cine de humor de Hollywood es notable, empezando por Chaplin y pasando por Stan Laurel, Cary Grant o Bob Hope (sí, eso he dicho), el cine británico de humor, salvo excepciones, resulta decepcionante, y en la mayoría de los casos no va más allá de un costumbrismo sensiblero que lo emparenta con el cine cómico español de los años cincuenta. Muy distinto es el caso de la televisión, un medio que siempre dominaron los ingleses.
En la actualidad, el humor inglés mantiene su rasgo más destacado: un refinamiento intelectual que no está reñido con la chocarrería. Quizá ayude a entender este fenómeno el hecho de que las solemnes universidades inglesas sean la tierra de cultivo de los humoristas más celebrados de las últimas décadas. Los miembros de Monty Python proceden de Cambridge y de Oxford, y también es oriundo de los claustros de Oxford el solitario y quisquilloso Mister Bean.
El tema se presta a seguir hablando sin decir nada. Cedamos la última palabra a Max Beerbohm: “Si yo fuera rico, haría una campaña publicitaria en todos los periódicos con un anuncio que dijera: No hay nada en este mundo que merezca la pena de ser comprado”.