Jean-Paul Sartre y nuestra situación
Son las once de la mañana. Dedicaré el resto de la mañana a escribir folio y medio sobre Sartre. Estos dos triviales detalles se vuelven importantes porque determinan una situación existencial concreta: tengo que escribir sobre un clásico de la filosofía contemporánea que no cabe en folio y medio. Escribir en situación fue una de las muchísimas cosas que Sartre nos enseñó a hacer como escritores. Y la situación en que me encuentro yo con Sartre ahora, incluye unos severos límites tipográficos y una ingente cantidad de ocurrencias sartrianas, libros de Sartre, libros acerca de Sartre, libros contra Sartre y, también, el hecho de que Sartre ya no está de moda. En política incluso está de moda ser antisartriano: denunciar sus errores prosoviéticos, procastristas, incluso proetarras. Y, en lo biográfico, denunciar o hacer ver, de reojo, su irresponsabilidad afectiva, sus liadas relaciones con las mujeres, su no muy edificante relación de toda la vida con Simone de Beauvoir. Y, sin embargo, aún con 69 años, sigue emocionándome la lectura de Sartre. Sartre es un clásico inmortal porque aún nos emociona leerle. Querrá saber el lector a qué clase de emoción me refiero. Sin duda, la capacidad de emocionarnos es la precondición de un texto literario vivo. Pero ¿no es más bien Sartre un pensador, un filósofo? Dijo, sí, de sí mismo que quería ser una síntesis de Stendhal y Spinoza. Su brillantez literaria es innegable, tanto como su capacidad dialéctica. ¿Qué clase de emoción despierta en mí releer, una vez más, El ser y la nada: el gran texto de su primera época? No me atrevo a decir que se trata de una emoción específicamente filosófica, porque mi emoción no es una emoción pura, sino mixta. En la emoción de la relectura de El ser y la nada entran apelotonadas las muchas cosas sartrianas que se me ocurrieron al escribir mis novelas. No puedo enumerarlas ahora. Consideremos un texto característico de lo que Sartre llama las estructuras inmediatas del ser-para-sí: “La realidad humana no es algo que existiría primero para estar falta posteriormente de esto o de aquello: existe primeramente como carencia, y en vinculación sintética inmediata con lo que le falta. Así, el acontecimiento puro por el cual la realidad humana surge como presencia al mundo es captación de ella por sí misma como su propia carencia. La realidad humana se capta en su venida a la existencia como ser incompleto. Se capta como siendo en tanto que no es, en presencia de la totalidad singular de la que es carencia, que ella es en la forma de no serlo y que es lo que es. La realidad humana es perpetuo trascender hacia una coincidencia consigo misma que no se da jamás”. Este texto no contiene un argumento: solo es una tesis. Yo me he identificado afectivamente con esta tesis desde muy joven: de aquí que no pueda nunca considerar ningún libro mío, ni ninguna etapa en el camino de mi vida como satisfactoria del todo. He aquí la idea que Sartre nos daba de la filosofía en 1960: “Hoy pienso que la filosofía es dramática. Ya no se trata de contemplar la inmovilidad de las sustancias, que son lo que son, ni de encontrar las reglas de una sucesión de fenómenos. Se trata del hombre —que es simultáneamente un agente y un actor— que produce su drama y actúa en él, viviendo las contradicciones de su situación hasta el estallido de su persona o hasta la solución de sus conflictos. Una obra de teatro (épica como las de Brecht, o dramática), es la forma más apropiada, hoy, para mostrar al hombre en acto (es decir, al hombre, simplemente). Y la filosofía, desde otro punto de vista, pretende ocuparse de ese mismo hombre. Por eso el teatro es filosófico y la filosofía es dramática”. Recordemos ahora Las manos sucias, una de sus piezas dramáticas. El compromiso político como un compromiso necesariamente impuro. Quisiéramos librarnos de esa impureza, ¿es eso factible? Pensemos en Barack Obama tratando ahora mismo de superar las contradicciones sistémicas de la política de Washington, ¿podrá lograrlo? Parece pertinente, indispensable, al hablar de Jean-Paul Sartre en 2008, discutir la energía disolvente y constituyente del fenómeno Obama. Su mezcla de razas, su mezcla de opciones políticas, su compromiso con el cambio —el cambio, por cierto, le parecía a Sartre el único tema ético que vale la pena—. Un escritor es un clásico cuando al cabo de los años seguimos siendo capaces de leer el mundo y la situación en que vivimos a la luz de sus ocurrencias intelectuales.