Seis novelas estivales
Un viaje narrativo a los veranos de otros tiempos de la mano de Thomas Mann, Adolfo Bioy Casares, Albert Camus, Roberto Bolaño, Eduardo Mendoza y Patricia Highsmith
Son los veranos época de revitalización, pero también de adormecimiento o parálisis, tiempo muerto o tan vivo que parece irreal. Hay en el aire ganas de moverse, inquietud, una invitación a irse a otro sitio. En Muerte en Venecia, el escritor protagonista siente el ansia de viajar ante la simple visión de un caminante extranjero: es “el ansia juvenil de lo lejano”. El viaje se convierte en medida higiénica. “Necesitaba un cambio, una vida imprevista, días ociosos, aire lejano, sangre nueva”, piensa el escritor Aschenbach, deseoso de salir de su vida estancada, en busca de liberación, descanso y olvido: “Lo que buscaba era un mundo exótico, que no tuviera ninguna relación con el ambiente habitual”.Si Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia (1911), de Thomas Mann, añoraba “las maravillas y espantos de una región tropical, ardiente, cenagosa, monstruosa selva primitiva”, el héroe sin nombre de La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares, se ve condenado a sufrir el clima de un islote perdido en el archipiélago de las Ellice. Perseguido “por el poder infernal de la justicia”, sobrevivirá —por lo menos para contarlo— a un verano perpetuo entre mosquitos, marismas y vegetación enferma. Como tanta gente a la hora de irse de vacaciones, había seguido los consejos de un conocido, comerciante de alfombras en Calcuta, un italiano que sabía del islote. “Tan horrible era mi vida que decidí partir”, confiesa el fugitivo. Le han dicho que gente blanca construyó y abandonó en la zona alta de la isla, hacia 1924, un museo, una piscina y una capilla. Y entonces, una madrugada, ruidos de veraneo lo despiertan en la isla desierta: gente que baila, pasea y se baña en la piscina. El museo podría ser un hotel espléndido, donde al recién llegado nadie le hace ni caso. En el comedor turistas australianos o neozelandeses juegan a las cartas.
Los viajes de vacaciones, las evasiones en general, son una oportunidad de transformación. ¿Por qué no vamos a encontrar en el camino una historia digna de ser contada, algo así como una aventura? Un enamoramiento, por ejemploLos viajes de vacaciones, las evasiones en general, son una oportunidad de transformación. ¿Por qué no vamos a encontrar en el camino una historia digna de ser contada, algo así como una aventura? Un enamoramiento, por ejemplo. El protagonista de Muerte en Venecia, Gustav von Aschenbach, de Múnich, escritor de éxito, venerado por su nación y ennoblecido por el káiser, se enamorará en Venecia, “la más inverosímil de las ciudades”. En un hotel que recuerda el museo de La invención de Morel convive con americanos, familias rusas, señoras inglesas, niños alemanes e institutrices francesas, que ni se fijan en el ilustre recién llegado. Y hay una familia polaca con un niño de unos catorce años, perfecto, Tadzio, el preferido de todos, del que Aschenbach, viudo con una hija ya adulta, se enamorará perdidamente. Sin llegar a cruzar con él una palabra, le dice con el pensamiento: “Aunque me faltara la playa y el mar, aquí seguiría mientras tú no te fueras”. Y entonces la peste india invade Venecia, como si la belleza y el amor atrajeran la finitud, aliados al calor y la humedad.Tampoco entablará conversación con su amor el héroe de La invención de Morel, otro que se enamorará en el viaje (al mismo sitio llegan el que escapa por gusto y el fugitivo a la fuerza). Si, para no ser descubierto, huye cuando lo despierta el bullicio de los veraneantes, acabará acercándose a la mujer que mira todas las tardes la puesta del sol desde las rocas: se ha enamorado de esa mujer, que al principio le parecía ridícula. Cuando por fin le dirige la palabra, arriesgándose a ser detenido, es como si la mujer no lo oyera, como si no lo viera. ¿La insalubridad de la isla lo ha vuelto invisible? Ha llegado a un mundo extraño, donde un día salen dos lunas y dos soles, funcionan maquinarias inexplicables y, como en otra realidad, los veraneantes de siempre hablan de fantasmas. ¿Se refieren al intruso, el narrador, que acaba de aparecer en el islote? A veces la visita a lugares imprevistos nos provoca una sensación de extrañamiento semejante a la que sufre el héroe enamorado de La invención de Morel.
Sometidos a los poderes del sol, hay veranos que tienen efectos perturbadores, como una luz que obnubila y ciega. En El extranjero (1942), de Albert Camus, el narrador, un tal Meursault, no se mueve en verano de donde vive, Argel. Va a trabajar, repite y repite los gestos de todos los días. Habla de su vida como si fuera la vida de otro, como si tuviera poca intimidad consigo mismo. Ocurre algo excepcional —se le muere la madre en un asilo, y hay que velarla y enterrarla— y luego todo sigue: vuelve Meursault a la oficina, va al cine y a nadar, pasa la noche con una amante nueva, traba una nueva amistad en la escalera de su casa. Es testigo de la normalidad violenta de la casa de vecinos, de la brutalidad con una mujer y con un perro muy viejo: la asfixia del verano agrava las tensiones domésticas. Le ofrecen en el trabajo un puesto en París, su nueva amante le propone matrimonio. A Meursault todo le da lo mismo: “Nunca se cambia de vida y, en todo caso, todas valen igual”, dice. Va a la playa. Se ve metido en una pelea ajena. Sale a la luz un cuchillo, un revólver. Meursault mata a un árabe. ¿Por qué? Por culpa del sol. Hacía mucho calor, llovía fuego. El árabe sacó el cuchillo, “la luz se inyectó en el acero”. Poco más añade Meursault ante el juez de instrucción: “Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me callo”. Es el criminal, pero recuerda a los héroes callados y duros de novela negra americana, impasibles bajo el ventilador que mueve el aire cargado de todos los veranos.
A la playa y el hotel de la Costa Brava que conoció cuando adolescente vuelve el narrador de El Tercer Reich (2010, escrita en 1989), de Roberto Bolaño. Si hace diez años iba con sus padres, Udo Berger viaja ahora con su novia, Ingeborg. Estamos en agosto y, como en la isla de La invención de Morel, el calor y el especial cansancio veraniego quitan el sueño y agitan a los noctámbulos, que arman ruido en el Paseo Marítimo mientras los camareros recogen las últimas terrazas. Udo consignará en un diario las ideas y los acontecimientos de cada día de vacaciones (es la novela que estamos leyendo), y en los ratos que le deje la diversión diseñará estrategias matemáticas para vencer indefectiblemente en El Tercer Reich, un juego de guerra que reproduce sobre un tablero las batallas de la Segunda Guerra Mundial.
Pero el veraneo es propicio a las amistades efímeras, de ocasión, y Udo e Ingeborg conocen a otra pareja alemana, Charly y Hanna, y a unos cuantos indígenas un poco preocupantes. Lo fundamental es no aburrirse: supertanques de cerveza, insolaciones, discotecas-antro, sexo, peleas, y Charly en acción, un borracho peligroso con inclinaciones suicidas. Udo e Ingeborg vislumbran lo anodino inquietante que alguna vez nos sorprende en plenas vacaciones. El paso de los días va enrareciendo el aire, a finales de agosto llueve, y la gente no sale del hotel y empieza a beber más temprano. Huelen las alcantarillas, insuficientes para tanto turista. Ingeborg se va. Como los protagonistas de Muerte en Venecia y La invención de Morel, Udo ha encontrado una figura con la que obsesionarse, un fantasma que ya lo encantó en su adolescencia: Frau Else, la mujer del dueño del hotel. Y entonces se enfrenta a un enemigo imprevisto: sobre el tablero de El Tercer Reich los germanos, encarnados en Udo, conocedor infalible de todas las estrategias para conquistar Europa, tropieza con el Quemado, un hombre del lugar que encarnará a los aliados y lleva escritas en sus quemaduras monstruosas las torturas que sufrió en Sudamérica a mano de los nuevos nazis sempiternos. El verano puede ser un tiempo de crisis.
Sometidos a los poderes del sol, hay veranos que tienen efectos perturbadores, como una luz que obnubila y ciega. Abiertos a las amistades efímeras, de ocasión, también pueden agravar las tensiones domésticas o ser un tiempo de crisisMe voy a dos novelas de crímenes. Cada vez se oye menos una expresión muy usada en otra época: “estar de rodríguez”. En esa situación se encuentra el comediógrafo protagonista de Una comedia ligera (1996), de Eduardo Mendoza, en los últimos años cuarenta del siglo pasado, cuando Franco veraneaba en el Pazo de Meirás, llegaban las últimas novedades sobre los juicios de Nuremberg y aparecían platillos volantes en el desierto de Nevada. “Insoportables calores estivales” le quitan el sueño a Barcelona. El comediógrafo de éxito Carlos Prullás supervisa en la ciudad los ensayos de su última obra (Arrivederci, pollo, “intriga policiaca en clave de humor”), y de vez en cuando visita a su mujer y sus niños, que disfrutan de la playa en Masnou. El verano favorece los líos sentimentales, y el comediógrafo feliz, un advenedizo casado con la heredera de un magnate de la industria, verá su vida revuelta por una profunda crisis personal y profesional: nada menos que por una acusación de asesinato. Se ha encaprichado de Lilí Villalba, joven e imposible aspirante a actriz, a la que un millonario le ha comprado un mínimo papel en la obra. ¿Ha matado Prullás al patrocinador y amante de Lilí en un arrebato de celos? El inventor de crímenes de risa se ve implicado en un crimen de verdad que lo obligará a convertirse en detective: investigará el crimen del que se le acusa para salvarse de la cárcel, del patíbulo quizá. El verano suele acabar con una tormenta.En un día tranquilo empieza Tras los pasos de Ripley (1980), de Patricia Highsmith: el pájaro tímido que canta en el jardín todos los veranos despierta a Tom Ripley. Agosto está siendo espléndido, no muy caluroso, aunque pobre en la cosecha de frambuesas. Suena en el tocadiscos Transformer, de Lou Reed. Se oye hablar de la guerra del Líbano. Tom Ripley, el asesino culto, sensible e impune imaginado por Patricia Highsmith, va a hacer un nuevo amigo, una amistad que será como un enamoramiento: Frank Pierson, un americano de dieciséis años, huido de su familia multimillonaria para trabajar de jardinero en Francia. Frank confía en Tom, en quien debe de adivinar un alma gemela, e inmediatamente le cuenta que el penúltimo sábado de julio tiró a su padre inválido y en silla de ruedas desde el acantilado de la mansión veraniega de los Pierson, en Maine (en vacaciones la vida en familia puede ser muy tensa). ¿Despeñó Frank a su padre o solo fantasea? Tom le aconseja a su nuevo y joven amigo que, en cualquier caso, no confiese nunca y, para convencerlo, le revelará algunos de sus propios crímenes. Un detective privado y el hermano mayor de Frank llegan de Nueva York en busca del chico perdido, a quien Tom convence para que vuelva a América por su cuenta, desde Alemania. Y los dos amigos se lanzan a una tournée turística: Düsseldorf, Hamburgo, Berlín, el Muro y el zoo, las torretas de vigilancia entre el Berlín Occidental y el Oriental, los cines, las cervecerías, una discoteca de travestis solo para hombres, el adolescente y su tío treintañero en viaje de vacaciones. “Es un día inolvidable —le confiesa el chico a Tom—, mi último día con usted”. “Las palabras de un amante”, piensa Tom. Pero no será el último día: al niño millonario lo secuestran en un bosque de Berlín, dos millones de dólares entran en juego, y Tom, para liberar a su amigo, se disfrazará de mujer, pistola en el bolso de piel roja y charol. El verano es tiempo de disfraces: “Uno podía sentirse libre y como uno mismo al ir disfrazado”.