Selene de extensas alas
Emblema de la metamorfosis por excelencia, la Luna, observada a través de las fases que señalan su perpetuo renacer de la oscuridad a la luz, ofreció aún más que el día o el paso de las estaciones la imagen de un ciclo recurrente por el que muchos pueblos dataron el tiempo antes de que se impusiera, sin abandonar del todo la medida del satélite, el calendario solar. El culto de la Luna, identificada con la Diosa, procede de una edad remota que muchos estudiosos han asociado al prolongado estadio matriarcal que habría precedido a la aparición de la Historia propiamente dicha, del que no obstante su antigüedad han quedado numerosos testimonios arqueológicos o asimismo literarios, insertos en los relatos que tenían su origen en una época igualmente lejana. A dejar constancia de ese rastro y de sus implicaciones en todos los órdenes dedicó Jules Cashford, mitóloga inglesa de filiación junguiana, una obra monumental que aparece ahora en castellano en un hermosísimo volumen ilustrado de Atalanta, editorial que ya publicó la aproximación de la misma autora a El mito de Osiris y cuyo responsable, Jacobo Siruela, dio a conocer hace años —cuando aún trabajaba para el sello homónimo— el también imprescindible El mito de la Diosa, coescrito por Cashford y Anne Baring. Fruto de una erudición formidable, La Luna, símbolo de transformación es un trabajo de dimensiones enciclopédicas que parte de la reivindicación, en la línea de Joseph Campbell, del mito como forma de conocimiento y relación con el mundo, expresión del inconsciente y de una búsqueda del sentido que no se sirve —que en realidad no necesita— de las herramientas racionales. La mencionada antigüedad del ascendiente lunar, que perdió su primacía con la aparición de la agricultura y el ascenso de las religiones patriarcales, así como su reflejo en las culturas de todo el planeta, permiten trazar una “historia de la consciencia humana” en la que el astro ha representado la idea del eterno retorno o de una inmortalidad que se hacía patente en su continua resurrección, pero la rica simbología de la Luna rebasa el marco temporal y se extiende a la fertilidad o a la condición femenina, un poderoso estímulo para el arte, el pensamiento mítico y la imaginación creadora. Traductora de los Himnos homéricos, Cashford empieza citando el dedicado a Selene, donde la hermana del Sol y de la Aurora —amada por el joven Endimión, a quien Keats dedicó un memorable poema narrativo— despliega en la noche sus extensas alas.
Sabemos de los pasos de Byron, el más famoso de los románticos de la segunda oleada, por biografías devotas como la de André Maurois, en el catálogo de la vieja Aguilar, o las poco complacientes Memorias (Alba) del aventurero Trelawny, que tuvo el privilegio de asistir a los “últimos días” del exiliado en Missolonghi y años antes había recogido del mar el cuerpo sin vida de su gran amigo Shelley, al que veneraba. Del último tramo de su apasionada travesía da cuenta también otro libro, Byron. El último viaje (Siruela) de Harold Nicolson, que contaba de un modo fidedigno la desastrosa aventura griega. Pero lo más parecido que tenemos a la autobiografía que según parece fue destruida por su poco escrupuloso albacea, son los Diarios donde el propio Byron anotó sus impresiones en Londres, Italia o la misma Grecia. Su traductor al castellano, Lorenzo Luengo, ya publicó una primera versión de su trabajo hace ahora diez años, pero la nueva edición de Galaxia Gutenberg, al cuidado de Jordi Doce, corrige a fondo aquella entrega y se ofrece a los lectores como la más completa y ordenada en cualquier lengua. El humor, la autoironía y una espontaneidad que no casa con la leyenda del figurín autosatisfecho, retratan al poeta de Don Juan, su obra más perdurable, como un autor definitivamente moderno.
Publicada originalmente a finales de los cincuenta y revisada por el autor más de dos décadas después, con vistas a lo que sería su edición definitiva, la gran biografía que el profesor y crítico norteamericano Richard Ellmann dedicó a Joyce es uno de esos libros modélicos que prestigian el género, un verdadero clásico contemporáneo que estaba en el catálogo de Anagrama desde principios de los noventa y acaba de ser reeditado en su Biblioteca de la Memoria. Recordamos haber leído antes la igualmente ineludible que dedicó a Oscar Wilde —aparecida en inglés el mismo año de la muerte del biógrafo, en 1987— y publicó en España Edhasa, por la misma época en que se tradujo la de Joyce. Nos sentíamos más cercanos entonces —y ahora— al esteta que al modernista, pero no hace falta ser un joyceano de estricta observancia para apreciar el descomunal trabajo de interpretación que Ellmann, especialista absoluto en una de las obras más intrincadas del siglo, llevó a cabo en su James Joyce. Cabe de hecho confesar que de entre los libros del irlandés, este que no escribió es nuestro preferido, por encima de los relatos de Dublineses y del Retrato y hasta del Ulises, aunque suene a herejía. Y no porque no apreciemos, sin llegar a la adoración, tales cumbres de la narrativa, sino porque la desarreglada vida de Joyce, que como en toda buena biografía aparece aquí en relación con su trabajo literario, es en sí misma —como de otro modo lo fue la de Wilde— una obra de arte.