El moderno ibérico
Buen conocedor de España, donde residió cinco años, el pintor y escritor futurista Almada Negreiros fue uno de los autores más fascinantes de la época de las vanguardias
No es fácil moverse por Lisboa sin tropezar con alguna obra de Almada Negreiros. Al entrar en la ciudad por el Puente 25 de Abril nos encontramos una imagen con su mono de “Poeta de Orfeo Futurista y Todo”, como le gustaba definirse. Un Almada de los tiempos en que disparaba —“Basta Pum Basta”— contra los que usaban calzoncillos de punto, contra los caballos que parecen burros impotentes. Eran los tiempos anti Dantas y por extenso anti casi todo. Los jóvenes de Orfeo —sus amigos Pessoa, Sá-Carneiro, Santa-Rita, Amadeo de Souza-Cardoso— eran amantes de las broncas contra los escritores establecidos, como Valle-Inclán contra Echegaray o las bromas del grupo de la Residencia de Estudiantes contra los putrefactos. Su putrefacto era Julio Dantas, escritor conservador y candidato al Nobel: “¡Dantas sabrá gramática, sabrá sintaxis, sabrá medicina, sabrá hacer cenas para cardenales, sabrá todo menos escribir, que es la única cosa que hace!”. Hoy Dantas solo existe por el manifiesto de un joven experto en demoliciones verbales.Si nos adentramos en la ciudad encontramos a Almada en el metro, en estaciones marítimas, en murales a la vista, en hoteles, cafés, librerías, cines. En su mayoría obras de un Almada que ha regresado de su viaje español, nostálgico de su patria y su ciudad. Su principal arte fue una concatenación de encargos. Se dejó querer pero nunca traicionar. Cruza por el arte portugués del siglo XX, lo escribe, lo describe y lo inocula en la posterior literatura que no se entiende sin este portugués riente y doliente que fue el más español de los artistas portugueses, el más ibérico y el que mejor miró a Europa.
Almada cruza por el arte portugués del siglo XX, lo escribe, lo describe y lo inocula en la posterior literatura que no se entiende sin este portugués riente y doliente que fue el más español de los artistas portugueses y el que mejor miró a EuropaCuando Ramón Gómez de la Serna se fue a mirar la vida desde su torreón de Estoril y recorría Lisboa y sus cafés se pudo encontrar con unos jóvenes que paraban en las tabernas en “flagrante delitro”, que prolongaban las tertulias nocturnas con la intención de espantar un mundo rezagado e inventar un futuro. Creadores “fervorosos en esa raya entre lo real y lo irreal”, queridos por Ramón, ignorados por Unamuno. Entre esos jóvenes destacaba por su osadía un flaco de enormes ojos y cejas pobladas. No tenía la profundidad de Pessoa, ni el estilo de Sá-Carneiro, el suyo era el ingenio de una manera de ser moderno: “Ser moderno no es hacer una caligrafía moderna, es ser el legítimo descubridor de la novedad”.Almada el impar, entre la pintura y la literatura, saltarín de muchas artes, artista de muchos saltos. Escribió Ramón: “Almada Negreiros es el artista que reúne la delicadeza, la inquietud y el diletantismo de Lisboa. Es ese artista sin salida que lo que le importa es vivir la gracia de su ciudad y andar a zancos por las calles que dan a la luna y subirse a una verja para alcanzar una flor”. Fue Gómez de le Serna su primer y gran valedor en el Madrid del 27, en la ciudad libre que presentía y buscaba cambios en el arte, en la vida y en la política. Ciudad abierta en la que disfrutó, trabajó y triunfó Almada. El más ibérico, el más español de un grupo que gustaba más de lo anglosajón, lo francés o lo atlántico se dejó atrapar por el provocador estilo de aquel joven que en tres días febriles y revolucionarios de la Lisboa de 1915 escribió La escena del odio. Después de leer aquello se convirtió en un líder de los “modernistas” portugueses. Pessoa lo elogió con Sá-Carneiro, aquel texto en que su amigo se definía como “mendigo de mí mismo, narciso de mi odio” y que comenzaba con una furia radical que era inaugural en su lengua: “Me yergo pederasta abucheado por imbéciles… y vosotros también, ¡asquerosos de la Política que electos explotáis el Patriotismo! ¡Macrós de la Patria que os parió ingenuos y os amortaja infames! Y vosotros también, ¡periodistas pelagatos que le hacéis cosquillas y otras cosas a la opinión pública!”. Indisimulado seguidor de Marinetti que quiso triunfar en París, donde conoció a todos y donde no se encontró a sí mismo. Al poco decidió volver a Lisboa, tenía claro que “el arte no vive sin la patria del artista” y, para no rebajar sus contradicciones, se fue a vivir a Madrid.
Fue Gómez de le Serna su primer y gran valedor en el Madrid del 27, en la ciudad libre que presentía y buscaba cambios en el arte, en la vida y en la política. Ciudad abierta en la que disfrutó, trabajó y triunfó AlmadaVolvió al Café de Pombo donde ya se había fotografiado, no dejó de mover su figura de bailarín por todas las redacciones, de participar en todas las tertulias y de ofrecer todas sus artes. En aquellos años madrileños escribió, dibujó, hizo las portadas de numerosos libros y colecciones, viñetas de humor, una obra de teatro en español que permanece sin representar y una “linterna mágica” —La tragedia de doña Ajada— con partitura de Bacarisse y poemas de Manuel Abril, que tuvo notable éxito en su única representación en el Palacio de la Música. Viajó por Sevilla, Barcelona, San Sebastián, pero siempre vivió en un Madrid donde convivían su espíritu de verbena con las músicas del jazz. Decoró teatros, colegios mayores, cines. Todavía recordamos sus frescos del cine Barceló, donde muy jóvenes veíamos películas de animación. En el moderno Cine San Carlos de la calle Atocha dejó sus homenajes al mundo moderno, al cine de dibujos animados y a la música de los negros.El flaco, serio y sonriente portugués era parte del paisaje y paisanaje madrileño. Amigo de unos y sus contrarios, ya venía españolizado en sus relaciones desde la cercanía con algunos de los que por su ciudad pasaban: Vázquez Díaz, Isaac del Vando Villar, Tomás Borrás y su mujer, “La Goya” a la que dedicó un discurso en tono de couplet futurista. Admiró y pintó a la Argentinita. Lo tuvo fácil en Madrid para ser admitido en tertulias tan distintas como las de Edgar Neville y Tono; con Benjamín Palencia, Alberto Sánchez o Díaz Caneja en “Zahara”. O las comidas con García Lorca y otros en el “Arrumbanbaya”. Se encontraba bien y entre los suyos, se acordaba de las bromas en serio como aquella de “Si Dantas es portugués yo quiero ser español”. Ser españoles es justo lo que menos querían sus amigos y compañeros portugueses, cosmopolitas y patriotas, pero nunca españoles. Almada también era radicalmente portugués, nacido en las colonias, niño en Lisboa y patriota capaz de haber escrito: “Yo no tengo ninguna culpa de ser portugués, pero siento la fuerza para no tener, como vosotros, la cobardía de dejar que se pudra la patria… El portugués no siente la necesidad del arte como no siente la necesidad de lavarse los pies… Vosotros, oh, portugueses, insultáis el peligro”. Pero nunca deja de ser el portugués en Madrid, un patriota a su estilo no convencional. Reconoce su deuda con Goya: “Antes de los impresionistas, Goya. El más perfecto genio de la pintura de todos los tiempos. El pionero del arte moderno. Está completamente solo en el sur de Europa”.
Almada o la voluntad de ser artista, de dominar la escena, de saber provocar y hacer pensar. Un artista imprescindible que tuvo forja. Un portugués al que vence la saudade de su ciudad, de la vida donde se hace “el primer desayuno de Europa”. Y poco después de cinco años madrileños, en 1932, regresó para siempre a su país. Pronto llegarían Salazar y el Estado Novo, el poder cultural parafascista y moderno de su amigo el todopoderoso Antonio Ferro y anterior compañero de Orfeo. Y el incendiario Almada calmó su discurso sin nunca doblegar su arte. Libre y moderno en la dictadura o la dictablanda, en la República o en la monarquía y así siguió sin parar de trabajar hasta sus últimos días. Antes de que Lisboa fuera moderna ya lo era Almada.