Juguete literario con malicia
Fábulas irónicas
Juan Eduardo Zúñiga
Nórdica
112 páginas | 17,50 euros
La imagen literaria de Juan Eduardo Zúñiga está marcada a fuego por la magistral recreación de la cotidianeidad durante la militarada del 36 y la posguerra que consumó en La trilogía de la guerra civil. Pero este merecidísimo reconocimiento tiene también algo de injusticia para el resto de su obra porque eclipsa otros trabajos de señalado mérito e ignora planteamientos muy distintos a los de este ciclo narrativo. Algún texto, la inencontrable novela corta Inútiles totales, merecería un rescate, aunque le convendría un delantal que explicara el contexto existencialista de 1951 en que apareció. Otros revelan tratamientos muy diferentes al escueto realismo emocional de la trilogía y muestran la diversidad de caminos de su escritura: una mirada sorprendida a los arcanos de la existencia en Misterios de las noches y los días o una parábola crítica de nuestro mundo a través de una fábula ambientada en la época de Alejandro Magno, El coral y las aguas. Carlos Edmundo de Ory menciona en su Diario unos “cuentos budistas” de su amigo madrileño, y estaría bien, si los conserva, que los diera a conocer. Demostrarían, supongo, el tempranero gusto de Zúñiga por la invención.
La importancia de la imaginación en la narrativa de Zúñiga se revalida con Fábulas irónicas. Congrega aquí diez relatos unitarios por estar ambientados en el pasado y por su intención crítica. Las anécdotas, apócrifas, legendarias o de cierto basamento real, se sostienen en una visión dialéctica de la memoria: “No reneguemos del olvido” y “Alegrémonos de olvidar”, leemos a pocas líneas de distancia al comienzo de la primera pieza, antes de concluir con una utilitaria apelación al olvido: “escapa hacia tu lejanía y déjanos en la ignorancia, deja que sigamos atentos al futuro, en la prosa de nuestra barca”. Su marco temporal se dilata, sin orden correlativo, entre fechas remotas imprecisas y un par de momentos del XVIII con escalas en los imperios faraónico, romano, asirio, griego o bizantino. El espacio se ensancha por una geografía del espanto o el dolor con estaciones en Egipto, Grecia, Roma, Portugal o Rusia.
Un buen número de narraciones comparten la mostración de la vesania de emperadores, poderosos y variopintos tiranos que deciden asesinatos, violencias extremas y vejaciones. Actúan desde la impunidad, como el salvaje gobernante que mandó cegar a centenares de prisioneros. Frente al amedrentamiento de la tiranía, también tenemos la réplica de los sojuzgados en el empeño inútil de un monarca por destruir todo testimonio escrito de su brutal gobierno porque la dura piedra de las casas conservó un testimonio grabado. Zúñiga encumbra la palabra como garantía contra la desmemoria: “Y así nosotros hemos seguido escribiendo en las paredes”, apostilla. A la gente común le ofrece debida compensación en una anécdota rabelesiana: en la misma condición que un ciudadano corriente queda un magnate bizantino tras sufrir los más prosaicos o vulgares apuros al emular pretencioso al Estilita.
Las fábulas zuñiguescas conservan solo un rescoldo de la ejemplaridad propia del género porque el autor se salta el aleccionamiento directo y hace un relato cordial con el explícito propósito de implicar a un lector cómplice. Incluso desacraliza con sarcasmo una figura en cuya necesidad el autor cree a pie juntillas, el intelectual comprometido. En vísperas de cumplir el próximo enero los cien años, Zúñiga nos regala un juguete literario con la malicia de encerrar en él una divertida proclamación de los valores sustanciales de la vida colectiva.