Impresiones de vida
Sabíamos de Elizabeth Jane Howard por la rara e interesantísima autobiografía de Martin Amis, Experiencia, donde el hijo del también novelista Kingsley Amis —ese también suena innecesario, dada la fama y la estatura de ambos— se refería a menudo a la escritora que fue la segunda mujer de su padre durante algo menos de dos décadas y con la que Amis Jr., que en el mismo memoir compara su calidad a la de Iris Murdoch y Muriel Spark, mantuvo una estrecha relación familiar, antes de que la traumática separación de los cónyuges dejara a Kingsley —la venganza de este, no tanto contra ella en particular como contra el género en su conjunto, fue escribir la amarga novela Stanley y las mujeres, recientemente aparecida en Impedimenta— solo con sus viejos demonios. En algún sitio hemos leído que fue el propio Martin, que por su parte se benefició durante la adolescencia de los consejos literarios de su madrastra, quien animó a Howard a emprender la exitosa pentalogía —en todo caso posterior a su tercer divorcio— titulada Crónicas de los Cazalet, de la que Siruela ha traducido las tres primeras entregas: Los años ligeros (1990), Tiempo de espera (1991) y Confusión (1993), un soberbio fresco narrativo que ha sido comparado, ahí es nada, con Una danza para la música del tiempo (Anagrama) de Anthony Powell, aunque acaso esté más cercano a La saga de los Forsyte (Reino de Cordelia) de John Galsworthy. Tres generaciones de una familia de la alta burguesía, inspirada en la de la autora, protagonizan una serie que transcurre —en la ciudad de Londres o la campiña de Sussex, donde se alza Home Place— entre la segunda mitad de los años treinta y, hasta ahora, el final de la Segunda Guerra Mundial, que ha irrumpido en la vida de todos sus integrantes de un modo que los lleva a añorar la década anterior como un mundo perdido para siempre. Internamente, sin embargo, la contienda supuso un salto importante en lo que se refiere a la autonomía de las mujeres, y el nuevo papel al que aspiraban las jóvenes queda fielmente reflejado en la tercera crónica, pero sería absurdo adjudicarle a Howard, como ocurrió un tiempo en su propio país, la ambigua e inservible etiqueta de literatura femenina. Gran narradora a secas, la inglesa reúne todas las cualidades de los novelistas de largo aliento: dotes de observación, sensibilidad para los detalles reveladores, oído para los diálogos y capacidad para armar y sostener una sólida estructura —nuestra época venera el fragmento, pero sigue habiendo necesidad de ingenieros— donde se excluye el artificio en favor de la impresión de vida.
En torno a la excéntrica figura de H.P. Lovecraft, por la que muchos lectores precoces sentiremos siempre la gratitud debida —nunca hemos sentido después un miedo tan físico— a quienes estimularon nuestra imaginación adolescente, se han escrito muchas páginas que como las del primer Houellebecq —H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida (Siruela)— han indagado en el ideario y las motivaciones del solitario de Providence a la hora de fundar, aunque no lo hiciera de la nada, su universo de pesadilla, que para el francés tenía su origen en una visión de la humanidad escrupulosamente racista. El propio Lovecraft prodigó los escritos teóricos en los que reflexionó sobre su labor y la de sus predecesores o contemporáneos, como el ya clásico y muy editado Supernatural Horror in Literature, pero para entender mejor sus posiciones —no tan singulares, aunque ciertamente extremas— haríamos bien en leer otros textos del autor en los que no trata de la materia. Traducido por Óscar Mariscal para El Paseo, el volumen Confesiones de un incrédulo recoge una colección de ensayos inéditos donde Lovecraft afirma su temperamento escéptico —ya Houellebecq señaló, con toda propiedad, su “absoluto materialismo”— y desmiente o matiza algunos de los tópicos asociados al personaje. Sus opiniones sobre la filosofía, la ciencia o la política, terreno en el que el confeso admirador de Mussolini se declara afín al socialismo rooseveltiano, no carecen de contradicciones, pero muestran a un intelectual bien informado y para nada ajeno a los debates de su tiempo.
Tres pares de calcetines finlandeses de crespón, unos botines (robados) de nomeklatura, un traje cruzado —“que habría servido hasta para la ceremonia de recepción del Premio Nobel”—, un cinturón militar de cuero, una chaqueta de pana forrada con piel sintética, una camisa de popelín, un gorro de invierno y unos guantes de chófer, tales son las modestas posesiones que el exiliado Serguéi Dovlátov pudo llevar consigo cuando, expulsado de la Unión de Escritores, decidió abandonar la URSS. La funcionaria de la aduana le había explicado que tenía derecho a sacar del país tres maletas, pero todas sus pertenencias cabían en una sola, su vieja maleta de aglomerado y tela raída que lo acompañaba desde la infancia en el campamento de pioneros. Cada una de las prendas da título a un capítulo de su maravilloso libro La maleta —publicado por el mismo sello, Fulgencio Pimentel, que ha dado a conocer otras obras de Dovlátov—, donde el narrador evoca, al hilo de las mismas, algunos episodios de su arrastrada vida en la Rusia soviética. Todo un descubrimiento que sorprende por su magistral uso de la ironía, por su crítica sutilísima a la mezcla de grandilocuencia y pobretería que caracterizaba la retórica del régimen y por una ligereza de lo más reconfortante, muy alejada de la contaminación ideológica o —lo que se agradece no menos— de las interminables disquisiciones sobre el alma eslava.