La huella de lo que no se ve
La primera vez que vi un fantasma
Solange Rodríguez Pappe
Candaya
144 páginas | 15 euros
Los fantasmas a los que se refiere la guayaquileña Solange Rodríguez Pappe en su nuevo libro La primera vez que vi un fantasma son los fantasmas del amor; o, mejor dicho, son los fantasmas a los que la cuentista australiana Christina Stead y el escritor estadounidense David Foster Wallace —dos referentes para la autora ecuatoriana— se refieren en una célebre cita que comparten y que sirve de prólogo para este conjunto soberbio de relatos: “Toda historia de amor es una historia de fantasmas”. Y quizás ningún otro texto del volumen como “Conversación de los amantes” simbolice el significado oculto de esta sentencia.
Rodríguez Pappe tiene ya una dilatada trayectoria como narradora de cuentos insertos en lo fantástico. Títulos como Balas perdidas (2010), Caja de magia (2015), Episodio aberrante (2016), La bondad de los extraños (2016) o Levitaciones (2017) la colocan como uno de los nombres más representativos del cuento latinoamericano actual, compartiendo gustos y atmósferas con otras autoras afectas o lo tenebroso como la argentina Mariana Enriquez o la chilena Paulina Flores.
Los planteamientos que aborda en cada uno de estos quince relatos abunda en una idea de horror que ya deja fijada en el inicio de la obra: “El horror me deja sin gritos, sin palabras, sin argumentos de defensa”. El mutismo ante el horror colisiona, de algún modo, con la verbalización del mismo a través de estos relatos que hablan de hoteles de carretera inmundos, del cuerpo de una gata embarazada, de pistolas que cuelgan o de mujeres devastadas que se rompen sin demasiada espectacularidad: “Frente a mí está sentada la mujer sin piernas que siempre pide ayuda para moverse. Se llama Judy. Su mandíbula se mueve acompasada, pero no traga nada. Su plato de avena está casi entero. La mujer mira sin mirarme, pasa con los ojos aletargados a través de mí. Su desayuno va a ser largo”.
La escritura de Rodríguez Pappe es certera. La autora sabe condensar las tramas y podar su texto para llegar a la médula. Su esmero en las frases iniciales y los giros que abrochan cada relato se mantiene a lo largo de toda la lectura. Sorprende, en este sentido, un dominio plástico de las palabras que despliegan imágenes atroces en los lectores. Pareciera que estos relatos atisban un futuro al que preferiríamos no mirar: “La ciudad al amanecer está como cruda, como nueva, como si en algún momento entre las cuatro y las cinco de la mañana, dejara de ser lo civilizado que recordamos y algo misterioso y secreto rompiera su cáscara”.
En todo el libro subyace una idea tan aterradora como plausible: ¿y si, en verdad, los fantasmas habitaran ya entre nosotros y no fuéramos capaces de detectarlos? ¿Y si, como dice Rodríguez Pappe, lo único que hiciéramos es toser los “fantasmas que tenemos atascados”? ¿Y si, finalmente, nosotros mismos fuéramos, en realidad, uno de estos seres furiosos con el mundo que habitan?