El último barroco fantástico
Lo volátil y las fauces
Ignacio Padilla
Ed. Jorge Volpi
Páginas de Espuma
232 páginas | 18 euros
Se marchó demasiado pronto. Un agosto de hace dos años… y el universo del cuento se quedó un poco huérfano y un tanto más chato. No obstante, nos dejó un testamento literario inédito: Lo volátil y las fauces, que ahora publica Páginas de Espuma. Este volumen suponía la cuarta entrega de un proyecto medular titulado Micropedia que cerraba su tetralogía cuentística compuesta por Las antípodas y el siglo, Los reflejos y la escarcha, El androide y las quimeras. Tuvo que ser su amigo, cómplice y compañero del llamado Crack mexicano, Jorge Volpi, quien reuniera los relatos, estableciera el orden que posiblemente él hubiera deseado y completado la edición de este bestiario por el que desfilan dragones tricéfalos, alquimistas, guerras libradas con murciélagos en llamas, comedores de pájaros o monos pintados por un artista aficionado al espiritismo. Un delirio hecho relato con una masa atómica como solo Padilla sabía dotar a cada frase.
Esta Micropedia, que se publica en un estuche —con el bonus track de un cuadernillo-homenaje en el que escriben amigos y escritores que le conocieron y fueron confidentes de su vida y su obra: Rosa Beltrán, Andrés Neuman, Fernando Iwasaki, Alberto Chimal…—, nos anima a convivir con lo raro en un intento de no dejar de ser raros. Padilla estaba habitado por esos mundos alternativos, simultáneos, fantásticos e incognoscibles, y su palabra es la necesidad y la posibilidad de habitar en ellos. La escritura como un modo de encubrir eso que quiere ocultar, privativamente para sí, pero que al final le vence y sale hacia el exterior, para gracia del lector. Todo ello, claro está, con un idioma barroco, llevado hasta la linde del virtuosismo y rozando lo subversivo. No en vano tenía devoción por García Márquez, el primero de los dioses en su panteón literario, y a través de su estudio alcanzó las complejas estructuras que atraviesan toda su obra.
Pero lo más importante en este cuentista es que, para adentrarse y maridarse con lo fantástico de su propuesta, hay que verlo con los ojos del “fantasioso”, desde un ángulo distinto…, ese del que quizá la mayoría carezca. Autómatas, animales imposibles, muñecas parlantes, criaturas del Nuevo Mundo… Como se pregunta retóricamente Volpi —pues intuyo que tenía la respuesta—: “Si los monstruos son alegorías del alma humana y del mundo natural, ¿qué otra realidad que no conocíamos del cuentista —¿necesidad?— estaba nombrando al afanarse en esos seres?”. Lo inquietante, sin duda. Porque sus delirios fantasmagóricos, lovecraftianos, mitad góticos mitad punkis —y en otro orden de cosas realistas mágicos— no suponían una resurrección de nada…, sino una verdadera insurrección emocional, vital y literaria del niño que siempre quiso terminar con Batman por sentirse más cerca del Joker o del Pingüino. No es de extrañar en alguien que tenía querencia por el Apocalipsis y en cuya primera línea —como recuerda Iwasaki— reza: “bienaventurado el que lee”… Sí, pero especialmente, el que nos hace leer… O quizá, el que nos escribe. Al autor que hubiera podido ser demonólogo, satanista, crowleyano o médium, le acompaña la complejidad de una prosa cosida a mano, una arquitectura onírica, la corrección de sus selecciones, la borgiana manera de sugerirnos temor y temblor. Por eso estamos ante una tetralogía única. Una de las empresas cuentísticas más importantes en lengua española de los últimos años. Un “todo orgánico”, como repite Volpi, en el que cuento y ensayo conviven en perfecta armonía hasta el punto en el que uno no sabe si llamarlo ensayo de ficción o cuento ensayístico. El Ignacio fascinante —y fascinado— concluye Lo volátil y las fauces de un modo premonitorio: “No supe más: cerré los ojos y me dejé embarcar al Reino de las sombras”. ¿Escribió su epitafio de forma inconsciente, o susurrado por ese Más Allá en el que creía, el hombre de misa diaria, que dejó de ser practicante?