En la ciudad negra
El día eterno
Georg Heym
Trad. y ed. Montserrat Armas
Trotta
160 páginas | 17 euros
Toda la obra publicada en vida por Georg Heym (Hirschberg, 1887-Berlín, 1912) se reduce a los cuarenta y un poemas que con el título de Der ewige Tag apareció un año antes de su muerte. Nos llegan al fin con el título de El día eterno en excelente traducción de Montserrat Armas y como un verdadero descubrimiento para los lectores de la mejor poesía de siempre. Estricto contemporáneo suyo, Heym —por escoger una vía de acercamiento a su obra— sería el complemento perfecto a ese Rilke cuya relación con la existencia tiene tanto que ver con la poesía como alta experiencia, como desarrollo y fin de un modo de ser que se quiere completo desde la conciencia profundísima de ser poeta y nada más que poeta y desde lo más alto. La obra de Heym, por el contrario, nace del desgarro, de la necesidad de formular la imaginación sin otro pretexto que el horror o la desgracia, que la pobreza o el hambre, que la muerte como representación y corolario de la reducción a lo doméstico —la ciudad es protagonista esencial de sus poemas, por ejemplo en el tremendo “Los demonios de las ciudades”— de un escenario apocalíptico sobre el que ha llovido mucho desde Die Stadt de Heine. Estamos en los dominios del expresionismo alemán que habría de desarrollarse tras él, una suerte de precursor inmediato, teñido por los colores y las figuras de un simbolismo a lo Lovis Corinth, uno de sus correlatos más evidentes dentro del arte de su tiempo.
Heym revela, en la escasez de su obra, una asombrosa capacidad de invención poética, una fuerza extraordinaria a la hora de convocar los rasgos de lo trágico —por ejemplo en “El hambre”, uno de sus mejores poemas y uno de los grandes poemas del siglo XX— o en “Hospital de la fiebre”, inteligentemente ilustrado en la edición española con la reproducción de La noche de Ferdinand Hodler. Pero, al mismo tiempo, hay también en él rasgos de un romanticismo que seguramente la brevedad de su vida consiguió preservar antes de la definitiva madurez, como revela un poema como “Día de solsticio”, es verdad que de sus diecisiete años. Y hasta algunas curiosas construcciones que nos harían pensar de él que, trasladado a otro ámbito, hubiera podido llegar a ser una suerte de ultraísta trágico, gracias seguramente también al algo cómplice trabajo de la traductora, así ese verso precioso que habla de “la fina cinta de la aurora efímera”. Tal es la variedad de recursos de quien muriera tan joven y evitara así lo que hubiera sido sin duda la pauta de esa madurez de que hablábamos, no otra cosa que la Primera Guerra Mundial, independientemente de que hubiera sobrevivido a ella o, por el contrario, caído como sus colegas británicos que construyeron su legado literario en las trincheras.
Poesía durísima, con una imaginería entre brutal y grotesca, muy bruegheliana también pero al mismo tiempo vencida hacia una naturaleza que acompaña y hasta preside lo más trágico de nuestra vida —esos toques que vienen de la tradición de Des Knaben Wunderhorn—, muestra igualmente una admirable maestría en algunos usos retóricos, como la anáfora en “El ciego”, y luce un éxito rotundo en la búsqueda de la flor entre el fango en momentos como, por ejemplo, esta estrofa de “La patria de los muertos”: “A través de una mañana clara y un día de invierno / Con su azul, donde, como aroma de rosas, /De rosas amarillas, el sol, sobre el campo / Y el bosque, flota en el aire que sueña”. A esta sensación de encontrarnos ante un gran poeta, capaz de abrir una nueva vía de penetración en la mejor poesía europea de una época crucial colabora sin duda el esclarecedor prólogo de la propia traductora, que sitúa al autor en su contexto y que no olvida la labor de sus amigos y de su editor, el gran Ernst Rowohlt. En suma, un imprescindible, y durísimo, eslabón en la de por sí acerada cadena del expresionismo literario.