Las voces de Kafka
Publicado en el marco de las Obras completas de Kafka que Galaxia Gutenberg empezó a publicar a finales del siglo pasado, en impecables ediciones dirigidas por Jordi Llovet y cuidadas por Ignacio Echevarría, Cartas (1900-1914) hace el cuarto volumen de la serie que concluirá con la segunda parte de la correspondencia, pendiente de completarse en la exhaustiva edición alemana de S. Fischer que sus homólogos españoles han tomado como referencia. Este primer tramo llega hasta el doble hito que marcan la ruptura del compromiso matrimonial con Felice Bauer y el estallido de la Gran Guerra, casi ochocientas cartas —incluidas postales, telegramas o envíos no personales— de las que algo menos de una quinta parte estaban inéditas y que se presentan ordenadas, no en función de los corresponsales, como las hemos leído hasta ahora, sino conforme a una secuencia cronológica que permite apreciar, explica Echevarría, el ritmo, la frecuencia y las diferentes “tonalidades” empleadas por el autor checo en su escritura epistolar, complementaria de los Diarios a la hora de reconstruir su trayectoria. Traducidas por Adan Kovacsics, las Cartas siguen el texto datado, establecido y anotado por Hans-Gerd Korch, cuyo trabajo se incorpora a una edición —necesariamente incompleta, pues muchas se han perdido— que puede considerarse definitiva. Los conjuntos dirigidos al íntimo Max Brod, el editor Kurt Wolff y la mencionada Bauer o su amiga y mediadora Grete Bloch, con la que Kafka mantuvo una ambigua relación paralela, ya eran conocidos, pero leerlos insertos en esta recopilación mayor sugiere de un modo más fidedigno las cambiantes voces del remitente. Sostiene Echevarría que la polifonía resultante aconseja revisar la imagen de Kafka como un autor invariablemente torturado, y es cierto que con los amigos o su hermana pequeña daba muestras de relajo, pero la dramática correspondencia con Bauer, que ocupa buena parte del volumen, delata un ensimismamiento obsesivo y seguramente tóxico. Llovet, por su parte, no deja de señalar la conflictiva relación de Kafka con sus novias, sometida a un patrón de seducción, angustia y rechazo que no parece superara nunca. Pese a su desdén por Freud, el autor se autoanalizaba en términos muy severos, pero su “incapacidad patológica” para decidirse sólo en parte se explica, como él pretendía, por su dedicación a la literatura. Hay en efecto momentos que matizan ese perfil sombrío, pero el humor, la ternura o incluso la ligereza son cualidades que no les impiden a ciertos hombres de genio sentir —y proyectar— una profunda desdicha.
Sólo unos meses después de haber visto el documental De Caligari a Hitler (2014) de Rüdiger Suchsland, basado en la esclarecedora obra homónima —“Una historia psicológica del cine alemán”, publicada en España por Paidós— de Siegfried Kracauer, nos encontramos con otro libro, hasta ahora inédito entre nosotros, de un autor fundamental del periodo de entreguerras al que debemos páginas muy lúcidas sobre el séptimo arte, la poética realista, la novela policiaca o la sociología de la efervescente época de la República de Weimar, de la que se exilió —primero en Francia, luego en Estados Unidos— tras la llegada al poder de los nazis. Si en Jacques Offenbach y el París de su tiempo (Capitán Swing) recreó el bullicioso ambiente de la capital durante el Segundo Imperio, por el procedimiento de deducir a partir de los espectáculos aparentemente escapistas el trasfondo político no expreso, los artículos que conformaron Calles de Berlín y de otras ciudades (Errata Naturae), publicados en la prensa durante los años previos al triunfo de los camisas pardas, se inscriben con brillantez en una tradición contemporánea, la del flâneur o paseante urbano, a la que Kracauer —precursor de la Escuela de Frankfurt, mentor de Adorno y amigo e inspirador de Benjamin— aportó una mirada ensoñada, como sonámbula, a la vez muy apegada a la realidad de las cosas. Emparentado con otros títulos de la colección El Pasaje de los Panoramas, donde hemos podido leer Paseos por Berlín o Berlín secreto de Franz Hessel y El peatón de París de Léon-Paul Fargue, el libro de Kracauer, con su rara y enigmática mezcla de cotidianidad y lirismo, es otra verdadera joya.
Redescubierta como una de las pioneras de la literatura australiana, a la que contribuyó con una prosa desmitificadora y por completo alejada de los estereotipos al uso, Barbara Baynton se dio a conocer en 1902 con los brutales relatos incluidos en Estudios de lo salvaje, traducidos por Pilar Adón para Impedimenta. En el posfacio que cierra la edición, cuenta la traductora, que en su obra propia no ha eludido reflejar la ferocidad de los entornos naturales, la problemática recepción que tuvieron los estudios de Baynton por su retrato, para nada benévolo, de la dureza de las condiciones de vida en el interior del país, donde a la aridez y el aislamiento se sumaba el hecho, silenciado en las narraciones idealizadas que glosaban el heroísmo de los colonos, de que las mujeres y los aborígenes estaban sometidos a una despiadada dominación masculina. El “salvaje” del título intenta volcar un término intraducible, bush, que designa el espacio rural y semidesértico que rodea a las ciudades, donde transcurren unos relatos que bebían de su experiencia sobre el terreno y subvirtieron, en varios niveles, la visión que los australianos del Ochocientos deseaban proyectar sobre sí mismos. El romanticismo codificado cedía ante la descripción de una violencia que no se correspondía con la imagen idílica, edulcorada o abiertamente falsa.