Todos estamos muertos
Descendimiento
Ada Salas
Pre-Textos
90 páginas | 16 euros
Ada Salas contempla un cuadro de Rogier van der Weyden (óleo sobre tabla, antes de 1443, Museo del Prado) titulado El descendimiento (nueve figuras colaborando en bajar a Jesús de la cruz donde ha fallecido) y piensa que estamos todos muertos. O que están muertas las palabras con las que hablamos de la muerte. O que está muerta ella misma, ya que su nombre, “ada”, es una rima, es decir, un final. Vivir, de hecho, es aprender a nombrar (con nuevas palabras como “pozo”, “azadón”, “cuerda” o “presentimiento” que reemplacen a las viejas “odio”, “humillación”, “desdicha”, “sacrilegio” o “desgracia”) ese “límite borroso” que hay entre el sentimiento y la conciencia o entre el cuerpo y el espíritu. Con palabras vivas que vivifiquen la muerte o, al menos, que no la hagan tan inexorable, tan solipsista, tan feroz, tan laberíntica, tan oscura y tan universalmente partidaria del “No”. Y con significados sólidos (los troncos de una balsa que, en este contexto, recuerda el famoso cuadro de Géricault La balsa de la Medusa) que nos permitan sobrellevar el naufragio de una existencia donde el conocimiento no es posible, el amor es un término que no se encuentra en el diccionario (y es un lujo), la belleza y el sufrimiento son ilusorios, el perdón “es una categoría implícita en el daño”, “lo que más deseamos / nos da / su indiferencia”, “nadie mira a nadie” y “no existen los dioses”.
Ada Salas, con versos hiperventilados y nerviosos, con un ritmo entrecortado que obliga a quien lee a estar muy atento para no tropezar y precipitarse al suelo (la escalera de un carpintero visionario que atendiera más a los consejos de los ángeles que a las leyes de la geometría), dialoga con El descendimiento de Van der Weyden de dos maneras. En la primera parte, dándose voz a sí misma (una voz que tiembla, exige, duda de sí, se expone a la intemperie, se tensa hasta el grito o se calla) para ahondar desde dentro en la compasión (pero quién la ha sentido, se pregunta en un poema) y en la herida con las que nos confronta la muerte, ese túnel o pozo donde se pierden los seres queridos, se pierde el yo y se pierde el ser. En la segunda parte, titulada “Oratorio”, ofreciéndose como testigo de las otras voces que intervienen en el drama: Nicodemo, María de Cleofás, María, Juan, María Magdalena, José de Arimatea, María Salomé, un criado, unas mujeres o un coro. Una de estas últimas se pregunta qué hay de “noble en / la soledad” o “qué hay de sagrado / en / el sufrimiento” y otra “qué tiene / la belleza / que la hace tan triste”. También aparecen un “puñalito / abriendo una granada”, una “bola de escarcha” (la del amor) que se entierra para que se funda, alguien que se come un corazón (un tema antiguo del que hay abundantes iconografía y bibliografía) y varias reflexiones sobre el cuerpo incandescente o el cuerpo compartido.
Todos estamos muertos y helados y nos hemos olvidado de proteger las plantas. Estábamos tan atentos a “los sonidos de niebla” de la escritura, a este estar “machacando el poema” que supuestamente nos iba a ayudar a desclavarnos de nuestra propia cruz, que se nos ha olvidado salvar las plantas del jardín, del balcón o del alma. Ahora, sí, nos quedan palabras que, como al Cristo del cuadro su próximos, nos hagan descender con suavidad (y quizás con un poco de desapego porque quién puede soportar tanto dolor) y nos proporcionen un entierro digno. Palabras que no estén muertas como nosotros y que por eso nos permitan resucitar. En este libro están. Este libro no está muerto.