Retratos taciturnos
Primeras personas
Juan Cruz Ruiz
Alfaguara
352 páginas | 18,90 euros
Este emotivo libro del porfiado y memorioso periodista Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, 1948) supera cualquier suposición sobre su contenido. Imitando a uno de aquellos escolásticos medievales que practicaban la teología negativa, la forma más precisa de definir su naturaleza (o su artificio) es enumerando todo lo que no es o, al menos, lo que no es del todo. No es una colección de perfiles ocasionales ni una gavilla de retratos literarios sin más relación entre sí que el afecto o la admiración; tampoco es una miscelánea de recuerdos de “primeras personas” y viejos egos revueltos. Tampoco es un tomo de memorias colectivo ni las actas de una muchedumbre de seres deslumbrantes. No es un tratado de fascinación artística ni un manual de nostalgias. Su género es, como apuntó Vargas Llosa, una alianza de todos los géneros pues a veces parece que apunta al relato, otras al reportaje o a la entrevista, a la meditación introspectiva o a la elegía prematura por todos los muertos futuros. El propio Cruz hace varias tentativas para fijar el libro. Quizá la más precisa sea esta: “Una biografía [la suya] hecha de referencias ajenas cuyo recuento se ha ido confundiendo con mi propia vida”. Algo así como la vida propia reflejada en el espejo de los otros.
Todas las Primeras personas (del plural) que desfilan por el libro confluyen en una sola: la primera persona del singular, un Juan Cruz capaz de habitar los organismos ajenos, asomarse a sus cuencas y mirar el mundo desde una corporeidad prestada. No es un experimento fácil. Antes de ser otros, el escritor los ha conocido, se ha adueñado en cierto modo de sus memorias, ha sentido sus dolores, sufrido sus indisposiciones, celebrado los momentos de exultación, ha editado sus libros o supervisado sus artículos, ha cenado con ellos y acompañado su intimidad. Y al final, como novelista, los ha transformado en personajes que se mueven siendo a la vez ellos y el producto de una imaginación tierna y comprensiva. No hay ánimo de venganza, aunque la honorabilidad de alguno salga movida. Juan Cruz juzga con benevolencia y se emociona con ellos y los acompaña, por caminos paralelos, en su viaje por las fuentes de la edad.
Primeras personas es un libro melancólico e incluso abiertamente triste. Frente a un tercio o menos de personalidades vigorosas, los dos tercios restantes del libro están nutridos por gigantes reflejados en cristales que se han roto en el concienzudo oficio de vivir: el frío y calculador Carlos Fuentes, el mismo que negó la felicitación a Benedetti, convertido en un ser debilitado; Jorge Semprún, “un titán del siglo XX” incapaz de ajustarse la chaqueta de ministro de Cultura sin un estremecimiento por las torturas de Buchenwald. Mario Benedetti, acongojado: “Ver llorar así a un hombre, imaginar que es niño otra vez y tiene miedo, es algo radicalmente serio”. García Márquez, desmemoriado pero rodeado de amor y ruido. John Berger, mudo y transido por los latigazos y las punzadas; Marsé pasivo y rodeado de bebidas cero; Ángel González, ya con el futuro tan adelgazado como un insecto, o Dulce Chacón recibiendo las alegrías que los amigos le llevan como las flores a los enfermos. Hay mucha desolación en esta galería de colosos, un dolor ajeno que es también dolor asimilado por el propio Cruz, miedos compartidos y sentimientos de eso que Tomás Eloy Martínez tituló “lugar común la muerte”.
Juan vuelve a mirar sus fotografías fijas, las que han inspirado otros libros y escribe: “Yo rozo la presunción de fracasar por eso me rodeo de primeras personas que alguna vez me estimularon a sentir que la escritura, o la costumbre de vivir, es un modo de afrontar o de sobrevivir la derrota que inevitablemente se va a producir”.