¿A qué llamamos amor?
Formas de estar lejos
Edurne Portela
Galaxia Gutenberg
230 páginas | 18,90 euros
A menudo la vida transcurre por un lado, y nosotros sucedemos por otro. En un currículum profesional caben los logros y el éxito que avalan lo que somos de nuestro trabajo, o hemos sido frente a los otros. En cambio, no hay un certificado que acredite nuestra biografía íntima, el triunfo de la inteligencia emocional ni el lento y cotidiano desmoronamiento de lo que cada cual interpreta como felicidad. Las páginas de un diario nunca son del todo fiables como un electrocardiograma del desamor, del miedo, de los vacíos, de la fragilidad, de los errores, de lo que se espera de nosotros y en nuestra rebeldía o identidad defraudamos. Aunque quizás esa sea la única manera de contar, al menos narrativamente, la supervivencia y sus naufragios. Lo hizo brillantemente Lucia Berlin en sus cuentos, y en los suyos Alice Munro con sus amas de casa y sus diminutas epifanías cotidianas, fragmentadas de repente por el peso anodino de la rutina o un insustancial accidente. Ellas son el eco interior que se escucha en la novela con la que Edurne Portela aborda todas esas emociones que las mujeres reales guardan en un cajón, debajo de la lencería ajada, de unas medias de rejilla que nunca llegaron a ponerse, o dentro de los libros de su biblioteca, junto a las fotografías que nos acompañan a escondidas, flores secas de los sueños y de la felicidad que se marchitan por la erosión de los desencuentros del deseo, de los silencios, de los egoísmos, de la fractura de una rama que cae inesperadamente sobre la casa, sobre la alcoba, sobre el amor de la pareja y su manera de cultivar sus licencias, sus trámites, sus manchas, sus extrañamientos.
Igual que en Formas de estar lejos donde Edurne Portela narra el progresivo desmoronamiento de una Alicia que no cruza al otro lado del espejo. Aunque huya de un pasado vasco, entre un padre violento y una madre vengadora, y busque en su trabajo en un campus universitario norteamericano una existencia con arraigo en la literatura, en la indagación de la subsistencia de los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos, en un grupo de amigos donde la ambigüedad, el fracaso, el deseo, los diferentes modelos de hombres de los que enamorarse, la complicidad insuficiente para evitar la opresión de un amor asfixiante, la repetición en el fondo de aquella huella familiar de la que pretende alejarse. No hay salvación desde el principio en la historia de Alicia con Matty, más que un espejo a través del que liberarse es una puerta cerrada con pestillo lo que hay entre ambos. Agazapada ella en su cama, junto con dos gatas, evocando el proceso del desastre, la nostalgia de su cuadrilla vasca, el chico encarcelado por un pasado etarra del que se silencia para que sea el lector quien complete. Y amenazante o guardián él, cada cual en la trampa del otro, emborronándose ambos en una soledad atormentada.
Lo simple no es lo mismo que lo sencillo. Los lugares comunes no representan la realidad de las cosas que a diario se nos arrugan, se nos rompen entre los dedos, o se nos quedan dentro sin que nos atrevamos a decirlo con una mirada, con una palabra en busca de una conciliación necesaria, de un sms a la esperanza. Hace falta tener el dominio de un lenguaje sin molduras de cartón y pluma, como una hoja que tiene adheridas cicatrices, perturbaciones cercanas y madurez, más que mariposas tatuadas en las muñecas, y que se convierte en una cuchilla de afeitar que secciona las emociones por dentro en una novela en la que aparentemente no pasa nada extraordinario y sin embargo ocurre todo. El óxido de los días y de los sentimientos que no se conversan, violencia psíquica, celos, silencios en blanco, el influjo de la familia, abortos furtivos, denuncias de malos tratos, órdenes de alejamiento, inseguridades, rebeldías, el amor de los otros. Una mirada, con autenticidad de espacios y situaciones, de emociones impresionistas y una prosa sensible, sobre la vida real. Nuestra, la de al lado, la de ayer, la que está a punto de suceder.