Hija de la luz
Se fugó junto a su amante siendo todavía una adolescente, escribió su obra más reconocida a los dieciocho años y sólo seis después ya había enviudado y perdido a tres de sus cuatro hijos. El primer tramo de la vida de Mary Shelley, incluyendo su infancia como hija del pensador libertario William Godwin y la gran precursora del feminismo Mary Wollstonecraft, a la que no llegó a conocer dado que moriría en el parto del que nació ella misma, fue tan dramático e intenso que nos lleva a olvidar que la autora sobrevivió con mucho al hombre —al famoso poeta romántico, ahogado en un naufragio frente a la costa de Italia— del que tomó el apellido. Los días radiantes de la primera juventud, los novelescos y no siempre apacibles viajes por el continente, la memorable jornada de Villa Diodati donde la muchacha alumbró —el llamado “año sin verano” de 1816— uno de los pocos mitos universales de la edad contemporánea, las amistades ilustres y las desgracias familiares, han dejado en un espacio de penumbra su trayectoria posterior en la que la autora no abandonó ni mucho menos la escritura. Hay que reconocer, sin embargo, que Mary Shelley no igualó en el resto de su obra —ni siquiera en El último hombre (1826), una fantasía futurista de intención vagamente filosófica que también se ha convertido, a menor escala, en un libro de culto— el logro alcanzado con Frankenstein o el moderno Prometeo, en 1818, al hilo de cuyo segundo centenario ha publicado la poeta y ensayista británica Fiona Sampson una nueva biografía —En busca de Mary Shelley (Galaxia Gutenberg)— que se centra sobre todo en la primera etapa de su itinerario. Apoyándose en los diarios y cartas de la autora, contrastados con el testimonio de sus contemporáneos, Sampson se propone desvelar el enigma —la vida interior— de la mujer, oscurecido por la sombra de las celebridades con las que convivió, por la pérdida de parte de sus escritos autobiográficos y por su propia reticencia; en parte también por su fidelidad al recuerdo idealizado de Percy Bysshe, pese a que este no le había dado lo que se dice una buena vida. La forma del relato, estructurado en cuadros con saltos cronológicos, así como el trabajo documental y de interpretación y la buena escritura, hacen que leamos la biografía de Sampson con interés y provecho, pero la imagen final no se aleja del retrato ya establecido. Dotada de indudable genio, Mary Shelley fue una mujer avanzada a su tiempo, compleja y paradójica. La “hija de la luz”, como la llamó el poeta, conoció —y supo sobrevivir, y explicarse a través de ellas— muy de cerca las tinieblas.
Popularizada por la controvertida película homónima de Scorsese, La última tentación de Cristo (1951) se inscribe en la línea de las ficciones que han tratado de recrear la vida de Jesús desde una perspectiva, herética o sacrílega para los creyentes, exclusivamente humana, pero no fue la única novela en la que Nikos Kazantzakis se aproximó a la fascinante figura del galileo. Ya antes, en Cristo de nuevo crucificado (1948), la había abordado el narrador cretense, de forma indirecta y adaptada al contexto histórico de una guerra, la greco-turca de 1919-1922, aún hoy traumática para los dos naciones en liza. Traducida por Selma Ancira para Acantilado, sello que publicó también su versión de Zorba el griego (1946), la novela propone una visión acaso menos espectacular, pero en el fondo más crítica que su sucesora, puesto que cuestiona no la divinidad del fundador sino la vigencia del cristianismo —de los principios evangélicos— entre sus propios seguidores. Situada en un pueblo de la región de Anatolia, en vísperas de la gran catástrofe que expulsó a los griegos del Asia Menor, la acción transcurre en el último año de la contienda, cuando una representación dramatizada de la Pasión desemboca, merced al ingenioso juego de paralelismos, en una inesperada actualización de los hechos. Enfrentado al flujo de refugiados procedentes de una localidad vecina, el pueblo se divide entre los partidarios de acogerlos y quienes proponen —quienes siguen proponiendo— lavarse las manos. Humor, denuncia y compasión genuina se alían en una tragicomedia que mantiene su poder subversivo y podría ser adaptada a otros lugares de la cuenca mediterránea.
Británicos en España ha habido muchos, viajeros o residentes, y si se hiciera una biblioteca específica con los testimonios de los que han dejado sus impresiones del país, esta ocuparía un buen puñado de estanterías. Muy pocos, sin embargo, han llegado a alcanzar la comprensión profunda de Gerald Brenan, autor de páginas fundamentales que siguen siendo valiosas para entender el laberinto español, su rica y variada cultura y su trágica historia contemporánea. Gracias a su albacea, Carlos Pranger, hijo de Lynda Nicholson —íntima amiga de Brenan en el último periodo de su vida— y custodio de un legado en el que sigue quedando abundante material desconocido, en particular la correspondencia, podemos ahora acceder a una selección de ensayos y artículos inéditos en castellano —Cosas de España (Fórcola)— en los que don Geraldo da muestras de una familiaridad que trasciende, porque fue no sólo erudita, sino vivida, la manoseada etiqueta de hispanista. Hay algunos textos autobiográficos y otros, la mayoría, críticos, pero más allá de las aportaciones concretas sobresale en Brenan la mirada de conjunto, por su afán abarcador —sus intereses literarios se extienden a los terrenos del arte, la antropología o la cultura popular— y por su independencia de criterio, que como recalca Pranger es indisociable de la rara libertad de sus juicios y de su propio estilo de vida.