El poeta de la democracia
En mayo se cumplirán doscientos años del nacimiento de Walt Whitman, pionero de la literatura estadounidense —estricto contemporáneo de Melville, formó parte de la segunda generación de escritores nacidos en el país, continuadora de los Emerson, Hawthorne, Poe y compañía— que dentro y fuera de sus fronteras es con razón considerado uno de los padres fundadores de la poesía moderna. Su influjo, reconocido por autores españoles e hispanoamericanos de la talla de Lorca, Borges o Neruda, ha sido tan universal como su obra, en la que se cumple un empeño totalizador que pretendía recoger la voz de una nación y ha acabado por dársela a la humanidad entera.
Para Eduardo Lago, el autor de Hojas de hierba encarnó al Poeta con mayúscula que había reclamado para América el filósofo trascendentalista, asumiendo la misión de crear “un Nuevo Canto para un Nuevo Mundo”. Su ascendiente es comparable al que tuvieron Homero, Dante o Shakespeare, que fueron además de la Biblia las lecturas esenciales del poeta en sus años de formación, tanto en sus ámbitos lingüísticos respectivos como fuera de ellos. La forma, famosamente libre, y el contenido, orientado a celebrar la democracia en todos los órdenes, señalaron una novedad que ha tenido un recorrido inagotable, aunque como también señala Lago su celebración no era acrítica y por otra parte el país, que carga con sus propios demonios, no siempre ha estado a la altura del ideal de Whitman. El sucesor de Poe, escribe Antonio Rivero Taravillo, fue un poeta de corte muy distinto, solar, abierto a los otros, deseoso de representarlos en ese “mí mismo” que une en una sola las tres personas gramaticales, las personas del verbo. El hombre común era el destinatario natural de su obra, una colección de poemas incesantemente reelaborada desde su primera edición en 1855, que se ha beneficiado, apunta Rivero, del uso del versículo flexible, no sometido a constricción métrica, a la hora de ser traducida a otros idiomas sin necesidad de soluciones forzadas.
El influjo de Whitman, reconocido por Lorca, Borges o Neruda, ha sido tan universal como su obra, en la que se cumple un empeño totalizador que pretendía recoger la voz de una nación y ha acabado por dársela a la humanidad enteraLa libertad y la plenitud, la igualdad y la justicia están en la raíz del discurso de Whitman, que como afirma Antonio Lucas tiene su centro en la idea de fraternidad y busca la adhesión de otros seres —y el amor de otros hombres, desde una perspectiva homoerótica previsiblemente condenada por los moralistas— que son, como el hipócrita lector de Baudelaire, semejantes y hermanos. Cuerpo y espíritu, propios y ajenos, se funden en una suerte de misticismo que invita a la vitalidad y pregona la alegría, para devolver al universo cuanto de él han recibido. El yo es nosotros y es todo, incluida la vasta geografía americana donde se proyecta el anhelo de continuidad y de infinitud, de convivencia, diálogo y encuentro, de comunión casi religiosa con la especie. Consta que el propio Whitman era consciente de su grandeza y así lo atestiguan los textos en los que escribió de su obra, a menudo, como señala Toni Montesinos, de forma anónima y bien poco pudorosa, como un embozado agente comercial que se asegura los elogios escribiéndolos él mismo, ansioso del reconocimiento que de todos modos merecía.La exuberante naturaleza de América es el otro gran tema de Whitman o mejor dicho su formidable escenario, que abarca la gran ciudad de Nueva York, los bosques y lagos y cordilleras y toda la fauna y la flora del continente. En línea con Emerson, dice Eduardo Moga, el poeta de Long Island le atribuye un alma, un impulso del que participan el hombre y todo lo que existe, una energía primordial que remite también al deseo. El amor es la fuerza que mueve el mundo y su imperio, felizmente, no conoce barreras.