Un martini japonés
¿Y si escribes un haiku?
Josep M. Rodríguez (ed.)
La Garúa
92 páginas | 12 euros
Es habitual que Josep M. Rodríguez nos convoque en torno a originales propuestas. En esta ocasión acomete la tarea de insuflar oxígeno en la poesía española a la estrofa por excelencia de la poesía oriental, muerta por sobredosis hace años. Convencido de que un clavo saca otro, tuvo la idea de pedir a poetas no iniciados en el haiku que escribieran uno, y el resultado arroja setenta y tres nuevos haijines, desde Joan Margarit hasta los jóvenes Ángelo Néstore y Martha Asunción Alonso. Salvo contados casos, el poder de sugerencia y la concisión simbólica de los textos colocan al lector en situación, de modo que no se siente extranjero entre estas delicadas japonerías, por decirlo tópicamente, pues es consciente del esfuerzo de los autores por escapar del canon temático: no aparecen samurais, tampoco flores de almendro, ni la luna asoma entre nubes. Los puristas apenas disponen de carne donde hincar el diente. Los elementos naturales —bastantes, por cierto: piedras, lluvia, aves…— se deslizan entre los versos con parecido protagonismo al que tendrían en cualquier estrofa occidental y su campo interpretativo deja un rastro que tarda en borrarse de nuestra pituitaria poética, como los mejores perfumes. Una muestra, firmada por Harkaitz Cano: “Hoja caída: / mapa, país dentado. / ¿A quién morder?”. No obstante, hay un toque que rinde culto a la tradición: los poemas se agrupan, de manera sutil, por estaciones.
Al evidente acierto de los poetas es justo sumar el del editor en la elección de los mismos. Viajero apasionado por los paisajes literarios del País del Sol Naciente, JMR se zambulle por tercera vez en el estanque de Bashō tras la antología Alfileres. El haiku en la poesía española última (2004) y el ensayo Hana o la flor del cerezo (2007). Sus conocimientos sobrepasan los límites de un prólogo, pero ha conseguido relatar en seis páginas el proceso de seducción del haiku en escritores europeos e hispanoamericanos remontándose al Japón aislacionista de mediados del XVII y, de paso, recordar la pregunta maldita: qué es un haiku. No creo que haya una respuesta definitiva —ni falta que hace—, sin embargo es posible rozarla rastreando los propios haikus. Por ejemplo, este de Santōka en versión de JMR: “Camino todo el día. / Siempre, a mi lado, el río. / Sin decir nada”, donde el silencio entendido como ausencia de sonidos articulados facilita el entendimiento entre poeta y río. Ahí radica una de las claves: fluir con discreción sobre un instante para generar una imagen. Por eso y porque en su eterno discurrir nunca se parece a sí mismo, el río resulta una adecuada alegoría. Bajo la brillante superficie la vida bulle en el opaco fondo o, como se ha repetido hasta la saciedad, lo que no se dice (o se ve) es tanto o más significativo que lo que se dice (o se ve). Basta observar la bandera nipona: el blanco se manifiesta más revelador que el rojo sol central. Aunque la contemplación estática puede también suscitar un potente símbolo: “La lejana montaña / se refleja en los ojos / de la libélula” (Issa). De la complejidad del asunto dio cuenta Gilbert de Voisins… en un haiku: “Tres versos y muy pocas palabras / para describir cientos de cosas… / La naturaleza en bibelots”. Para colmo cada pieza debería ser única porque singular es el instante que congela en sus diecisiete sílabas. JMR lo sintetiza con tino cuando dice que componer un haiku equivale a disparar con una Polaroid. O a preparar un martini: un chorrito de ginebra (contemplación), un golpe de vermú (introspección) y una aceituna verde (lenguaje depurado). Seco y sabroso, breve e intenso.