La obra maestra inacabada de Camus
El primer hombre
Albert Camus
Trad. Aurora Bernárdez
Tusquets
336 páginas | 19 euros
Hay un lapsus calami en la página 193 de la nueva edición de El primer hombre que explica todo el libro: “[L]e había enseñado a copiar un modelo de firma Vda. Camus, que trazaba mal que bien pero que era aceptada”. Esa Vda. Camus, cuando debiera ser Vda. Cormery, delata de una vez y para siempre las intenciones y el contenido de esta novela póstuma: el personaje es la madre de Camus y el protagonista es el propio Camus. Numerosos deslices a lo largo de las páginas señalan que el libro son unas memorias apenas disimuladas por cambios en la denominación de los personajes. Camus habla de sí mismo de una forma desgarradoramente autobiográfica, como nunca antes había hablado.
Es también una suerte que la novela quedara inconclusa (se publicó en 1994, casi un cuarto de siglo después de la muerte del autor, por eso se celebra ahora su vigésimo quinto aniversario), pues así enseña lo esencial y lo único que importa del oficio de escribir. A El primer hombre le faltan algunos capítulos y varias reescrituras. Es decir, algunas operaciones estéticas que la conviertan en publicable, tal vez perfecta: sin contradicciones, sin anacolutos, sin inconsistencias, con los arcos argumentales bien trazados, cada clímax en su sitio y cada personaje bien relacionado con los otros personajes y con el paisaje de fondo. En definitiva, todo aquello que muchos lectores y no pocos críticos creen que es la literatura.
Cuando un crítico critica la imperfección de una novela se refiere precisamente a estos acabados, haciendo honor al dicho de que el demonio está en los detalles, pero esta concepción es profundamente antiliteraria: El primer hombre, siendo como es un mero proyecto narrativo, tiene toda la fuerza de la mejor literatura. Está todo ahí para quien quiera verlo, no necesita el menor aliño. O, mejor dicho: los aliños no van a hacer de El primer hombre un libro mejor de lo que ya es (y es una obra maestra), del mismo modo que el Partenón no mejorará si lo reconstruyen tal y como era en tiempos de Pericles.
Habría sido relativamente fácil para un narrador con oficio rematar la faena de Camus. Él mismo había dejado numerosas anotaciones que indicaban cómo quería trabajarla y acabarla, pero sus herederos, con muy buen gusto y criterio, decidieron presentarla en bruto, ofreciéndonos la oportunidad única de leer un trabajo en marcha, una novela que se disecciona a sí misma. En cierta forma, es como asomarse a la mente de Camus.
El primer hombre es un alegato contra Proust y contra el establishment literario y cultural francés, del que Camus siempre se sintió ajeno (a pesar del Nobel): “El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte”, escribe, aludiendo directísimamente a Proust. Insiste Camus en que los pobres no tienen memoria, por eso, este esfuerzo por fijar la historia de su madre y de su familia en Argel en los años de entreguerras es una bofetada al elitismo de París y una respuesta brutal a quienes le acusaban de tibieza en su compromiso con Argelia. Está contando la memoria que Francia no quería oír.
Se nota que Camus llevaba media vida queriendo escribir este libro, que parece escribirse solo, alcanzando le mot just en cada página. Aunque hayamos leídos muchas vueltas a casa y muchas memorias familiares y creamos sabernos la vida de todas las madres pobres que vieron a sus hijos listos partir en busca de una vida mejor, no dejaremos de emocionarnos hasta la lágrima con esta evocación terrible y hondísima de una infancia sin más refugio que un colegio pobre.