La soledad de la invención
La misma ciudad
Luisgé Martín
Anagrama
136 páginas | 13, 90 euros
Saber que no se puede ser feliz es una forma de felicidad. Sarcástica manera de afrontar el mañana sin que te aplaste el ayer. Al protagonista de La misma ciudad le araña la crisis de los cuarenta, una edad “culminante y melindrosa” en la que nos acostumbramos a pensar que “nos hemos equivocado en todos nuestros actos”. La decepción es un hábito, la autocompasión aspira a ser un vicio. La vida de los demás nos parece cada vez más formidable. La felicidad siempre es algo que disfrutan los demás. La chica que se pintaba los labios de azul es ahora una esposa que huele a comodidad. Y una noche llegan sin avisar las lágrimas frente a las luces de Manhattan y una mañana el destino lanza dos aviones contra las Torres Gemelas y todo cambia. Un beso a una desconocida con sabor a ceniza marca el antes y el después: tras la devastación llega la reinvención. Una muerte fingida permite que la invención de la soledad dibujada por Paul Auster pase a ser la soledad de la invención: una nueva vida a partir de la zona cero, un espectro renacido entre ruinas, un iluminado que escapa de cenizas y dementes. El protagonista huye, se desvanece en el polvo de la mentira en busca de su verdad. Desamparo y esperanza se mezclan en sus días, como fugitivo sin perseguidores. Atraviesa remolinos eróticos, ciclones de conocimiento que le dejan exhausto, e igualmente desdichado. La poesía le abre los ojos y un solo poema (“La ciudad”, de Kavafis), rompe todos sus espejismos en mil pedazos. “No existen para ti otras tierras, otros mares. Esta ciudad irá donde tu vayas”. Versos con sabor a ceniza. Convertido en un Casanova de vida estrecha, coleccionista de desengaños y corredor sin fondo sobre asfaltos hirientes, el protagonista pasará de escritor místico de éxito a viajero lúcido que sobrevive a un naufragio y en la isla sin tesoro encuentra la respuesta que le buscaba: la felicidad no es cumplir los deseos sino no tenerlos.
Con este material, Luisgé Martín hace explotar una bomba de relojería narrativa cuya onda expansiva deja al lector en agradecido estado de emoción. Martín hace suyas las mejores enseñanzas de un Melville implacable y con las palabras justas destruye una vida para reconstruirla luego. Y en ese trabajo de albañilería literaria que no necesita de diálogos para escayolar la progresión dramática se va colando, como quien no quiere la cosa, una crónica de los últimos tiempos convulsos en los que la decepción, el miedo, la desesperación y el desamparo son el plan nuestro de cada día. Martín convierte a su protagonista, con sus pasiones cautivas y sus prisiones errantes, en una síntesis (no exenta de tierna crueldad) del hombre en el siglo XXI, desorientado entre ruinas y fulgores de evasiva felicidad. Y lo hace con un talento descomunal para inquietar, conmover, herir. Y sobrecoger.