El París de Cortázar
Fotografías de ‘El París de Rayuela, homenaje a Cortázar’, de Héctor Zampaglione.
Prólogo de Vázquez Montalbán. Lunwerg Editores. © HÉCTOR ZAMPAGLIONE
GEOGRAFÍAS | París es la ciudad más literaturizada del mundo y Cortázar conocía bien ‘Nadja’ de Breton o ‘Le paysan de Paris’ de Aragon. Como estas, la del argentino es novela de la deambulación, de la errancia, de la ‘flânerie’
Sucede que los lectores de Cortázar se convierten en una secta que trata de encontrar sus huellas en la realidad, aunque sea a costa de discernirlas en el límite con lo fantasmagórico. ¿Será cierto que la palabra escrita de los grandes creadores, se llamen Joyce o Cortázar, se han quedado en sus escenarios imaginarios a manera de auras eternas de las situaciones y personajes que las sublimaron?” —Manuel Vázquez Montalbán
París de Julio Cortázar, o lo que es lo mismo, París de Rayuela, novela que terminó de escribir en este despacho de su casita de la Place du Général Beuret, vecina del primer taller de Miró, en el cual estoy sentado frente a Aurora Bernárdez. Pronto hará medio siglo que apareció esa novela, y conserva intacto su magnetismo. Novela-collage. Novela-caja de Pandora (Carlos Fuentes dixit). Novela de “infinitas compuertas” como bien supo verlo Lezama, él mismo infinito, y que además acierta cuando escribe que la Maga no es Nadja. Novela-almanaque. Novela construida a modo de un merzbau de Kurt Schwitters, citado en sus páginas. Novela a releer con el complemento del Cuaderno de bitácora de Rayuela dado a conocer por Ana María Barrenechea, y de los capítulos del manuscrito de Austin, finalmente suprimidos. Más ese otro complemento que es la correspondencia, y muy especialmente la dirigida a los Jonquières, y editada por la propia Aurora Bernárdez en colaboración con Carlos Álvarez Garriga: el diario de los años de gestación de Rayuela.
París probablemente sea la ciudad más literaturizada del mundo, y Cortázar conocía muy bien los precedentes al respecto, incluidos precisamente Nadja, de Breton, y Le paysan de Paris, de Aragon. Como estas, la del argentino es novela de la deambulación, de la errancia, de la flânerie, tan de París. Todo ello agravado por el juego de espejos: “En París todo le era Buenos Aires y viceversa”.
Desde la primera página, la Maga y Oliveira deambulan por la rue de Seine, por el Quai de Conti, por el Pont des Arts. Ese es el París cortazariano por excelencia, el París de los bouquinistes donde lo fotografiaría Pierre Boulat, el París de los cafés —su letanía europea y americana, en una página brillantísima—, el París de las librerías y las galerías, el París de placitas como la de Furstenberg, el París huysmansiano de Saint-Sulpice, el París de las buhardillas iluminadas a la hora del crepúsculo, el París de los hoteles secretos, el París de la punta del Vert-Galant y de las tiendas de animales del Quai de la Mégisserie, el París del Canal Saint-Martin, el París de parques como el Luxembourg o el Montsouris o el Monceau o el Jardin des Plantes…
París medieval, nucleado en torno a la Isla de la Cité. Cortázar, visitante maravillado del Musée de Cluny, ama una Notre-Dame muy Victor Hugo, la bretoniana Tour Saint-Jacques y su “sombra violeta”, la de Jean-sans-Peur, Saint-Séverin y Saint-Germain l’Auxerrois, las callejuelas por las que se cruza con el fantasma de Villon, la rue Gît-le-Cœur tan cara al checo Vitezslav Nezval, el Marais y su ghetto… En Rayuela están además Leonor de Aquitania, los ángeles flamencos, Van Eyck, Piero, Uccello… En la redacción final cayeron Grünewald y su retablo de Colmar. Por sus cartas sabemos además de su fascinación por Chartres, Étampes, Reims, Rouen, Bourges, Vézelay, el arte bizantino, Luis XI y el libro de Huizinga sobre el otoño de la Edad Media…
París romántico: Nerval, Baudelaire, el medievalizante Aloysius Bertrand… Las tumbas de los dos últimos están en el cementerio de Montparnasse, pero Cortázar también recuerda a sus vecinos por la eternidad: Maupassant, Barbey d’Aurevilly, el ilustrador Achille Devéria… París de Flaubert: el lado Bouvard et Pécuchet, nos dice, de Morelli. París de Lautréamont: el sacrificio del paraguas, en Montsouris. París de Verlaine, de Proust, de Jarry. París del Balzac de Rodin, en Raspail-Montparnasse. París de los anticuarios atiborrados e inverosímiles, muy para Joseph Cornell, viajero inmóvil que al igual que el antes citado Lezama nunca pisó una ciudad que sin embargo, como el otro, conocía al dedillo. París que es en gran medida el inmortalizado en sus fotografías por Atget, en el cual nos hace pensar, en una carta, la referencia cortazariana a “los increíbles zaguanes, las entradas misteriosas que dan a jardines viejos, con fuentes o estatuas, los patios de hace tres siglos, intactos”.
París post-surrealista: citas de Sade, Jacques Vaché, René Crevel, Artaud, Bataille, Daumal… Gran parte de los faros del argentino pertenecen a ese universo, o a otros cercanos: Apollinaire, Raymond Roussel, Michaux, Char, Raymond Queneau, la patafísica que tanto influyó en el Río de la Plata… París de los clochards, bien contado por Jean-Paul Clébert en Paris insolite. Algo de clochards tenían también Henry Miller y los beats, que asimismo hacen acto de presencia en Rayuela. Pinceladas en torno a la banlieue o a las estaciones de ferrocarril, y a muelles más lejanos como el de Bercy, y a Belleville, Pantin, Saint-Cloud, Meudon…
En Cuaderno de bitácora, esta interesante nota: “Taller de Étienne: Sergio’s”. Ese estudio próximo a Denfert-Rochereau lo conozco bien, desde niño, y he vuelto a él no hace mucho: es el del pintor argentino Sergio de Castro, que empezó como músico junto a Falla, y aprendió pintura con Torres García, siendo además excelente poeta secreto.
La música ocupa mucho sitio en Rayuela. Una pianista y compositora inventada, Berthe Trépat, centra uno de los capítulos más bufos, realmente digno, como se dice en la propia novela, de Céline. Están además Satie y Poulenc: un tiempo compartido con Daniel Devoto y con su maestra Jane Bathori. Y los lieds que canta la Maga. Y Schönberg y otros vieneses. Y la Ionisation de Varèse. Y Pierre Boulez. Pero también y sobre todo, a todas horas, en todas partes, está el ritmo sincopado del jazz, que tanto se escuchaba en directo o en grabaciones, en aquel París.
“La pintura me ha atrapado con sus diez uñas”, leemos en una de las cartas a Eduardo Jonquières, pintor y poeta. Y también: “Devoro cuadros y museos”. Fascinación por las láminas y postales: museo portátil. Un cuarteto: Picasso, Matisse, Miró, Klee. “Quisiera un Klee, pero solo tengo postales”. Cada una, abriendo como una ventanita. También salen, entre otros muchos, Bonnard y Vuillard, Braque, Mondrian —con insistencia— y Malevich, Max Ernst, Vieira da Silva —otro recuerdo familiar para el firmante de estas líneas—, Zao Wou-Ki, Nicolas de Staël, Pollock que le había fascinado en la colectiva del MOMA de 1954, Tobey… Y por supuesto Calder. Por su correspondencia sabemos de la afición del escritor a fabricar móviles a semejanza de los de aquél, afición que le contagia a Oliveira: “Por aquel entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar”. Al mismo contexto pertenece la referencia a las métamachines de Tinguely.
La correspondencia nos presenta otras facetas del gusto del escritor por la pintura, así su admiración por Daumier, el aduanero Rousseau y su La bohémienne endormie, Marquet y Dufy —objeto de consideraciones muy atinadas—, el sutil Juan Gris… Sin olvidar su juicio profético sobre Zoran Mušicˇ: “creo que alguna vez se verá que ese pintor es alguien”. Dos fragmentos de Rayuela, por lo demás, suprimidos en la redacción final, versaban sobre Giorgio de Chirico y Arp. A la hora de la próxima conmemoración, en Buenos Aires y en París, del centenario del gran narrador, creo que habrá de tenerse muy en cuenta esa atención suya hacia las artes plásticas. Será el momento perfecto para que las láminas, los libros de Skira, las postales…, dejen paso a los cuadros.