El imperativo de la claridad
Un férreo concepto del deber, un modo riguroso y a la vez exuberante de cultivar el realismo, una mirada poco indulgente que puede observarse incluso en sus retratos, pero también el don de la fabulación, el nunca suficientemente ponderado de la amenidad y un sentido del humor que no se queda en la superficie. Ya lectores devotos como Rodrigo Fresán o Ignacio Echevarría, así como su viejo admirador Álvaro Pombo, han señalado lo que nos perdemos por no tener más a mano la obra de Iris Murdoch, una autora con fama de excéntrica cuyas novelas, herederas de la gran tradición del XIX y por lo tanto alejadas de los caminos del modernismo, han resultado más perdurables que muchos prestigiados artefactos experimentales. Recuperada por Impedimenta en la traducción de Luis Lasse que publicó la Alfaguara de los primeros ochenta, Henry y Cato (1976) es una de las novelas más celebradas y representativas de Murdoch, que trata en ella de asuntos recurrentes en su trayectoria como el sexo, la familia, la religión —entendida como estado de tensión espiritual— o la búsqueda de una verdad que tiene siempre su correlato estético. Sobre su refinado ironismo, Murdoch tuvo la cortesía —que en su caso era un imperativo— de la claridad, pero ello no le impidió recrear situaciones y caracteres complejos.
De André Gide, el “contemporáneo capital” que ejerció durante décadas como intelectual por excelencia de las letras francesas y europeas, puede afirmarse que es un escritor ya clásico e incluso venerado por sus fieles, pero acaso menos leído de lo que su obra merece. A glosar su figura ha dedicado Luis Antonio de Villena una semblanza reivindicativa (Cabaret Voltaire) que explica muy bien la personalidad del “inmoralista” y el potencial liberador de un discurso pionero en la defensa de la dignidad del homoerotismo, pero también en la denuncia de los males de la colonización o de la falta de libertades en el país de los soviets. Leyendo títulos valiosos pero complacientes como Rusia en 1931 de César Vallejo, prologado por Fernando Iwasaki para Renacimiento, o el más tardío —y por ello menos disculpable— Diario de Rusia (1948) de John Steinbeck, publicado por Capitán Swing con las fotos originales de Robert Capa, se comprende mejor el impacto que tuvo la publicación del Retorno de la URSS (1936), que marcó la valerosa ruptura de Gide con los comunistas. Entre otras consecuencias, la traición del compañero de viaje provocó su caída del cartel —para decepción de Cernuda o Gil-Albert— en el Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, celebrado en 1937, al que sí asistió un Vallejo progresivamente desengañado que afrontaba acusaciones de trotskismo.
Resalta Villena el influjo, no tanto literario como existencial, que ejerció sobre Gide la figura de Oscar Wilde, más que la de Proust con quien aquel recuperó la relación tras rehusar —“no me lo perdonaré nunca”— la publicación de la primera entrega, ahora conmemorada, de En busca del tiempo perdido. Sobre los “amigos españoles” de Wilde ha publicado José Esteban una antología (Reino de Cordelia) que recoge testimonios muy variados y en ocasiones pintorescos, reveladores de los fuertes prejuicios contra el “uranismo” entre los escritores del primer tercio del siglo XX incluso si, como es el caso, admiraban la obra del gigante irlandés. Otro libro curioso, menor pero no desprovisto de encanto, es Conversaciones con Oscar Wilde de un casi desconocido A. H. Cooper-Prichard (1932), ya publicado por Biblioteca Nueva en 1934 y recuperado ahora por Austral en la misma traducción de Héctor Licudi, donde se recrean los ingeniosos diálogos del infatigable causeur —al que el autor, bastante más joven, dice haber conocido desde niño— siguiendo un itinerario en parte fabulado pero más o menos biográfico.
Es sabido que el afán u obsesión de Juan Ramón Jiménez por reescribir o reordenar buena parte de su obra, en verso o en prosa, ha convertido la tarea de fijar definitivamente sus textos en algo poco menos que imposible. Ello puede ser una dificultad para los estudiosos, pero también es un aliciente y por eso de cuando en cuando, frente a propuestas discutibles o poco claras, aparecen libros impecables como Idilios (Isla de Siltolá), hermosamente compuesto y presentado en una pulcra edición de Rocío Fernández Berrocal. Muy pronto dispondremos del autobiográfico Vida en Pre-Textos, dos volúmenes largamente esperados cuya preparación ha corrido a cargo de Mercedes Juliá y María Ángeles Sanz Manzano. Y se anuncia un libro hasta cierto punto complementario del anterior en el que Soledad González Ródenas ha recopilado las entrevistas concedidas por el poeta de Moguer. El siglo pasado dio otros muchos en nuestra lengua, varios de ellos de primera categoría, pero ninguno brilló tan alto como JRJ.